DAVID GISTAU. (Madrid, 1970), guionista de televisión, reportero de viajes, columnista y joven novelista español que pasó de El Mundo a Abc gracias a su buena pluma. Por su interés, reproducimos su memorable artículo sobre el escritor Francisco Umbral en el que éste hace referencia a sus viajes a Madrid desde Majadahonda:


«Durante el tiempo que tuve para cultivar su amistad, Francisco Umbral solía regañarme por dos cosas: incumplir visitas anunciadas y salir de viaje con frecuencia. Visitas incumplidas no hubo más que una, a la que él reaccionó advirtiéndome de que solo sacarle una cabeza de estatura iba a salvarme de ser arrojado a la piscina, como los libros descartados –la roca Tarpeya de la lectura–, de los que jamás vi flotar ninguno. Pero su aversión a los viajes era sincera. Como si Madrid fuera un lugar al que solo podía concebirse llegar, Umbral frecuentaba un etnocentrismo que tenía su centro de gravedad en el Café Gijón y apenas abarcaba doce kilómetros por la A-6, hasta la dacha. Siempre me hacía gracia oírlo decir que había tomado la decisión trascendente de marcharse de Madrid, cuando en realidad no estaba en una cabaña pirenaica o en un faro del Atlántico, recogido como un Salinger, sino en Majadahonda, como tantos asiduos del atasco de la hora punta: «Solo yo sé lo que me cuesta en taxis mi añoranza de exiliado».

En realidad, Umbral desaconsejaba el viaje porque, para él, escribir en un periódico era una posición ganada que debía ser defendida, igual que una pandilla defiende el territorio del barrio. Como si los otros escritores fueran objetos hostiles en el radar, por más que sonrieran y adularan en los eventos mundanos. Jamás le hice caso –y él regañaba–, porque Madrid era entonces para mí un lugar del que irse, y porque tenía un sentido de la diversión que requería muchos sellos en el pasaporte. Sobre todo, porque mi centro de gravedad desbordaba doce kilómetros de periferia y alcanzaba Buenos Aires. Si ahora me gusta menos viajar, al menos los viajes largos, es por un instinto cavernario: la hoguera, los cachorros. No temo las intrigas del oficio, temo que entre en casa un mamut mientras los niños duermen, y más ahora que intentan clonarlos en Rusia a partir de restos congelados e igual se escapa uno. Hoy, por ejemplo, me ha sonado el timbre y era un comercial del Círculo de Lectores que me ha dicho que con el Kindle «se pierde la magia del papel». Abracadabra. Cómo no inquietarse cuando uno deja el hogar a merced de amenazas como esta.

Estas reflexiones acerca de la extinción del grumete de Stevenson que fantaseé con ser me han asaltado esta mañana, al comprar repelente de mosquitos para un viaje inminente. Hace años, el solo hecho de comprar repelente de mosquitos ya habría formado parte del gozo de la aventura. El listado de enfermedades que es posible contraer habría potenciado el placer hasta cuotas solo superables de añadirse una sublevación de jíbaros. Ahora, con el repelente en la mano, me pregunto quién me mandaba a mí irme a sudar y a ofrendarme al apetito de mosquitos palúdicos en un lugar en el que no puedes levantar la tapa del retrete sin estar seguro de que no habrá una anaconda. Y encima con el comercial del Círculo suelto por la escalera, vindicando la magia del papel. Una vez que lo entrevisté, hace ya muchos años, Manuel Vicent me dijo que, a cierta edad, viajar consiste en procurar que te conozcan por tu nombre los pianistas de los grandes hoteles de no más de media docena de ciudades sublimes del mundo. Tengo esa edad. Una a la que, probablemente –y esto también se lo tengo que consultar a Fel, un elegante que lo es hasta cuando lo atropellan y lo voltean como a un torero cogido, igual que Jorge Berlanga lo era cayendo por una escalera–, un caballero no pueda ir por ahí oliendo a repelente de mosquitos».

Fuente:

ABC

Majadahonda Magazin