Las Santas implacables: Irene de Bizancio y Olga de Rusia, retratadas por Gregorio Mª Callejo

GREGORIO Mª CALLEJO HERNANZ*. Lamentablemente la Historia es un vivero inagotable de actos crueles, de atrocidades ilimitadas, de gente desdichada y sufriente, envuelta en castigos aterradores. La transversalidad y vigencia histórica de la crueldad nos hacen preguntarnos a qué se debe esta constante. Cómo es posible que los humanos seamos una especie tan lúcida y capaz para querer al prójimo y albergar sentimientos altruistas como contradictoriamente programada para afligir y atormentar a los nuestros. Comienzo hoy un pequeño recorrido por los recovecos infinitos del camino de esta constante humana, intentando averiguar algún porqué. Y comienzo con dos mujeres casi contemporáneas, mujeres del medievo, mujeres poderosas (Emperatrices de poderosos imperios) y quizás constreñidas a asumir un rol netamente masculino en su actuación. A su desmedida crueldad se le añade una nota que nos llama la atención… son santas.


Olga de Rusia

Estas dos mujeres, Olga de Rusia e Irene de Bizancio, fueron declaradas santas por la Iglesia ortodoxa. En el caso de Olga, se dice que fue precisamente su conversión la que le llevó a abandonar su sadismo, sólo existente cuando no adoraba a Cristo. La conversión de Olga es un momento histórico imprescindible para comprender la Historia de Rusia. En el caso de Irene (declarada santa por su lucha contra la iconoclastia) su determinación en la defensa del culto a los iconos, dejó atrás años de turbulencias y violencias en el imperio de Bizancio. Olga aniquiló salvajemente a una comunidad entera con procedimientos extraordinariamente crueles. Irene llevó a cabo un acto de crueldad extrema: Para conservar el trono, cegó a su propio hijo en la misma cámara en la que le había dado a luz. Así pues, cuentan las crónicas que en el año 945 el Príncipe Igor de la Rus de Kiev, fue asesinado por los drevlianos, un desdichado pueblo que mostró así su rechazo a los elevados tributos exigidos por el Principe de la Rus. La esposa de Igor, Olga, hubo de tomar el poder como regenta. Un grupo de principales drevlianos acudió a Kiev a explicar a Olga los motivos de la muerte de Igor y a proponer en matrimonio a su príncipe con Olga. Cuenta la “Crónica de Néstor” (documento fundacional de la historia de Rusia) que Olga los recibió con palabras amables y les prometió agasajar con un “bonito honor”.


Olga de Rusia

Nos sigue narrando la crónica que tras ordenar Olga construir una fosa muy profunda, los drevelianos fueron llevados “…al palacio ante Olga y los echaron a la fosa. E inclinándose, Olga les preguntó: “¿Os resulta bonito el honor? Y ordenó que los enterraran vivos”. Olga de Kiev no tuvo suficiente y continuó su venganza. Cuando llegaron nuevos y aún más nobles mensajeros drevelianos los quemó vivos en una casa de baños que amablemente les había ofrecido y que cerró a cal y canto cuando estaban todos dentro. Dias después, Olga dirigió su ejército hasta la ciudad enemiga y la arrasó, acabando con sus habitantes o reduciéndolos a la esclavitud. El procedimiento para atacar la ciudad sitiada es también revelador: Hizo uso de pájaros que portaban fuego en su cola y que se estampaban contra los techos de paja de las casas, incendiando así la ciudad rebelde.

Vlad de Valaquia «El Empalador»

El tour de force vengativo de Santa Olga está emparentado con las habituales formas del castigo medieval, recuerda a los empalamientos masivos de Vlad de Valaquia. Aquí el castigo por el fuego, como decía la clásica obra de Von Hentig, reúne el sadismo del dolor producido con la fascinación por la llama, y se añade la completa destrucción de la desdichada víctima. El fuego es además, un adelantamiento de las penas del infierno. Enterrar vivo al enemigo es en la antigüedad una forma de hacerlo desaparecer definitivamente. Cuando queremos olvidar para siempre algo, enterramos profundamente el objeto. En el mundo antiguo, sigue diciendo el penalista alemán, al sufrimiento infringido con una pena tan bárbara se une la convicción de que en nada puede ya ser peligroso el castigado. Su alma no puede siquiera trascender de la tierra en la que ha sido ocultada.

Santa Irene

El caso de Irene nos deja más absortos. Irene, mujer dicen que ambiciosa, astuta y hermosa, se negó a abandonar el poder que le daba su condición de emperatriz regente desde la muerte de su esposo. A partir del año 790, cuando su hijo Constantino alcanza la mayoría de edad, comenzaría una lucha dentro del seno familiar entre el hijo y su madre por ver quien debía asumir el poder imperial. De hecho, Constantino consiguió exiliar algunos años a su madre y tomó el poder, pero cometió un error inexplicable: La dejó volver a Constantinopla y compartir el trono.

Constantino

Pero Constantino ya había mutilado salvajemente a otros conspiradores, era un joven cruel que había establecido una recíproca relación de odio con su propia madre, que se negaba a dejarle el poder. Y en tal espiral de miedo y odio, trufada por derrotas militares y reveses diplomáticos, Irene aprovechó una momentánea ventaja para apresar a su hijo, y hacerlo azotar y cegar. Constantino murió al poco tiempo, es de suponer que como consecuencia de la terrible mutilación. El historiador medieval Juan Zonaras cuenta que al morir Constantino “…el sol no daba claridad al mundo, y los días eran oscuros como las noches”, expresándose así la ira de Dios contra este acto salvaje.

Irene de Bizancio

La historia de Bizancio está llena, no obstante, de emperadores brutalmente mutilados una vez depuestos. La misma suerte corrieron , por ejemplo, Miguel V y Romano IV. La convicción de que un mutilado no podía ser Basileus, unida a la hipócrita consideración de que deponer matando iba contra la ley de Dios (puesto que sólo él podía aplicar este castigo) , determinaban que la mutilación horrenda fuera un peligro constante para los gobernantes. Este temor (tan real en una corte llena de intrigantes y conspiradores) fomentaba un lógica espantosa, la de prevenir estos actos por medio de una represión igual de brutal. Una lógica que fomentaba la paranoia conspiratoria. El poder era un todo o nada. El Basileus era sin duda el hombre más poderoso del mundo medieval, pero corría el riesgo de un destino terrible. Cegar, desnarigar o emascular al rival, al posible conspirador, era una medida preventiva muy aplicada en una retorcida corte plagada de crueldades. Con escalofriante frialdad, justificaba el sabio bizantino Miguel Psellos la imposición del castigo de ser cegado al emperador Romano IV “…considerando la evolución de los acontecimientos y las circunstancias del momentos…temiendo que en un exceso de clemencia …el Emperador intentase ocasionar nuevos problemas”.

Irene en Santa Sofía

Irene se limitó a llevar esa lógica conspiratoria al extremo. En un mundo dónde regían los códigos de los hombres, donde se la rechazaba desde Roma al Imperio Carolingio por la incompatibilidad de su condición de mujer con la de Emperatriz absoluta, su sed de poder y su miedo a un castigo terrible la llevaron a una decisión que la ha convertido en mito de la atrocidad. Cuando finalmente fue depuesta del trono por Nicéforo, cuenta Zonaras que Irene le dijo “…que sea yo privada del Imperio me ha venido por causa de mis pecados, y te ruego que tengas piedad de mí”. Irene fue desterrada a la Isla del los Principes, donde dicen que murió al año siguiente , en la miseria más absoluta y corroída por el arrepentimiento de su terrible pecado. Cada mes de agosto los griegos la siguen venerando por haber restaurado el culto a las imágenes. Cada 19 de agosto se cumple un año más de su acto de extrema barbarie. *Gregorio María Callejo Hernanz es magistrado en Majadahonda y escritor.

Majadahonda Magazin