GREGORIO Mª CALLEJO HERNANZ*. Es una convención general considerar que el Derecho Penal es aquella parte del Derecho que define cuales son las conductas más intolerables en nuestra sociedad (delitos) , y asocia a las mismas una consecuencia jurídica (pena). Es también una convención general el considerar que el Derecho Penal debe huir de castigar los meros ilícitos morales. La reflexión sobre cuáles sean esas conductas, su delimitación, las causas de justificación o las de exención de la culpabilidad, la elección de las penas, se corresponde con un análisis científico racional con el cual la ciencia del Derecho Penal intenta suministrar al Legislador los materiales doctrinales con los que lleve a cabo la concreta regulación penal. Pero siguen existiendo en algunas legislaciones, y desde luego existió históricamente, un derecho penal de fuerte contenido moral y que además no partía de la base de una ciencia iusracionalista, sino de premisas basadas en dogmas. Pondré algunos ejemplos históricos y actuales.



En la primera categoría del derecho penal islámico (Haad o Houdoud), los crímenes graves que se consideran una amenaza para el mismo Islam deben ser castigados con las penas que fija el Corán o las que establecen las Sunas. Es lugar común entre los juristas islámicos considerar que estas sanciones son fijas, sin margen de discrecionalidad alguna para el juez. Algunos de estos delitos, como el adulterio o la apostasía conllevan pena de muerte. El robo conlleva la amputación de la mano. No hay, como digo, posibilidad de moderación de la pena (tampoco de agravación), está fijada en una norma dada por Dios y por lo tanto es inalterable por el ser humano. Entiéndase bien que existen otros niveles de derecho penal islámico y países de religión musulmana cuya legislación penal ha tenido un proceso de securalización, y no resulta de aplicación este tipo de derecho penal.

En todo caso, y en ese citado primer nivel, una vez establecida una crueldad cuya aplicación no admite discusión como consecuencia jurídica del delito, toca al jurista-teólogo descender a aspectos más escabrosos. Hay que reglamentar cómo se mata o como se amputa. La reflexión del jurista tendrá un importante componente de especulación teológica, puesto que esa es la fuente de la que ineludiblemente parte esa aplicación de la norma. Leo un artículo de Loubna El Ouazzani Chahdi en la revista Cuadernos de Historia del Derecho sobre el delito de robo en Al Andalus. En concreto me interesan las disquisiciones de los juristas clásicos sobre cuándo y cómo se amputa una mano. Según la opinión de un maestro de la ley, a toda persona que cometió un delito de robo reuniendo las condiciones exigidas por la ley, “se le cortará la mano derecha, o la muñeca derecha, aunque sea zurda, si la mano derecha ha sido antes amputada o está defectuosa; si, por ejemplo, está paralizada o si le faltan muchos dedos, se amputará la pierna izquierda”.

Otro clásico, Malik, era partidario de la amputación de la mano izquierda. El orden seguido de los cuatro miembros es: mano derecha, pierna derecha, mano izquierdo, pierna derecha. “Primero se cortará la mano izquierda, si la mano derecha está paralizada, o si ha sido antes mutilada. Si el culpable reincidiera por segunda vez, se le amputará la pierna izquierda, cuando la anterior amputación está curada; y después de un nuevo robo, o si el ladrón no sufrió la amputación de la mano derecha, paralizada o a la que falta de un gran número de dedos, se amputará la mano izquierda”. Si reincide otra vez se le amputará la pierna derecha. Los robos posteriores (difícil eventualidad, visto que carece de extremidades) serán castigados con azotes y la cárcel. En cuanto a la ejecución, después de cortar la mano al ladrón, se cauteriza la herida con fuego. En opinión del jurista Jalil, no estamos ante un complemento de la pena, sino que se trata de un deber al que la autoridad está sujeta de cumplir para no causar su muerte.

El padre Feijoo

Pasamos al derecho penal del Cristianismo, históricamente afecto también a la Palabra Revelada como dogma de derecho. Según una extendida opinión (todo un clásico del pensamiento penal ultraconservador) la principal orientación de la pena de muerte es la de salvar el alma del reo. El padre Feijoo, sostenía en su Teatro Crítico Universal que era muy conveniente la pena de horca porque permitía que el alma del ajusticiado vaya al purgatorio, evitando su perdición si muriera por causas propias de su condición de malhechor. La clemencia judicial es injusta y pierde almas. Esa misma opinión se lee en publicaciones ultraconservadoras del Siglo XIX. Por ejemplo, cojo la cita del periódico El Siglo Futuro de 15 de enero de 1880 “Para la corrección individual del reo, ninguna pena más eficaz que la de muerte.

Pocos son los reos de muerte tan empedernidos y feroces que resistan impenitentes las cuarenta y ocho horas de capilla; pocos los delincuentes para quien la capilla no sea camino de arrepentimiento y salvación eterna que, a muchos criminales reincidentes en vano, les procuró la ley en cárceles y presidios”. En los años cuarenta, aparece la misma idea en la obra de uno de los penalistas “estrella” del franquismo, Isaías Sánchez Tejerina. Otros autores justificaban la pena capital haciendo uso del argumento de las potestades divinas. Dados por Dios a los Príncipes los medios para la correcta ordenación de la sociedad, suprimir la pena de muerte es suprimir un instrumento esencial para que la sociedad cumpla sus fines.

Jeronimo Montes Luengo

En fin, se da como argumento definitivo e inapelable que la pena de muerte la instaura Dios mismo para su cumplimiento por el pueblo de Israel en el libro del Éxodo (Éxodo 21.11 y ss.). Si Dios hubiera prescrito la pena de muerte de manera meramente excepcional, lo hubiera dicho expresamente. Por otra parte, el Nuevo Testamento no la reprueba, y así y con toda lógica, “cuestionar la legitimidad de la pena de muerte no es sino arrojar el borrón de la infamia sobre la conducta del supremo Jerarca”, nos dice el penalista Jerónimo Montes Luengo a principios del Siglo XX. Es decir, cuestionar la pena de muerte viene a ser algo así como blasfemar. El autor, en fin, remite a “la Historia, a la Revelación y al testimonio de su propia conciencia” para justificar la pena capital. En fin, determinados teólogos (como significadamente el Padre Zeballos) defendieron en los albores de la Ilustración la tortura como mecanismo procesal, o en el franquismo, los azotes públicos para castigar a los blasfemos (Sánchez Tejerina).

Así pues, he aquí que tenemos dos argumentos en principio inapelables: El primero, el juez no puede moderar aquello que ha dejado sentado el Corán. El segundo, nadie puede discutir la legitimidad de la pena de muerte cuando ha sido el mismo Dios el que la ha establecido. Se puede descender en algunos casos a regular como se ejecuta esa pena, pero siempre partiendo de la base de lo inalterable del dogma. Vemos así dos argumentos que son inapelables, pero lo son desde una base metodológica inválida: el uso de la Revelación como premisa básica de una conclusión científica. De esta forma, amparándose en la Revelación y en el Antiguo Testamento las mayores barbaridades se consagraron como algo irrebatible. Y lo anterior no sólo afectó al derecho del Estado a castigar. El Deuteronomio sirvió como justificación del derecho a aniquilar a los ciudadanos de las ciudades sitiadas y arrasarlas; los excesos brutales sobre la población civil se justificaban también en algunos casos como adelantamiento de las penas del infierno para los herejes.

Junto a las excelencias dogmáticas de los grandes teólogos, coexistió así una teología de la crueldad, una búsqueda teórica de las justificación de la atrocidad amparada en un supuesto mandato divino. Que esa metodología ya no sirva en la ciencia moderna del derecho ha dependido de procesos históricos como la Reforma y posteriormente con la Ilustración. La separación de la Moral y el Derecho es un rasgo esencial de la ciencia jurídica europea moderna. La palabra revelada no sirve como fuente para la ciencia jurídica. Los ejemplos de la ciencia penal franquista no son sino excepciones lamentables, propias de un modo de pensar el Derecho que ya no existía en Europa. Esa separación es algo consustancial a la ciencia jurídica europea. Ese paso, por las razones que fueran, no se ha dado en otras sociedades.

Los esfuerzos y la delicadeza de los argumentos de los juristas clásicos de Al Andalus, no podían descender al cuestionamiento de la pena (la amputación). Se especulaba sobre qué fuera exactamente “robo”, sobre quiénes estaban exentos de pena, sobre desde qué edad se era culpable, se delimitaba meticulosamente la figura delictiva, pero la pena era indiscutible e inmodificable. Así, cuando la palabra revelada dice “A quienes sean infieles se les confeccionarán vestidos de fuego, desde su cabeza se les verterá agua hirviendo, con lo que se licuará lo que hay en su vientre y en su piel. Tendrán azotes de hierro. Se les dirá…Gustad del tormento del fuego” (literal del Corán), nos aterra intuir que se puedan interpretar esos versículos como una orden inflexible, como algo que pueda configurarse como derecho inmutable, como algo que puede ser aplicado por verdugos y justificado y desarrollado teóricamente por teólogos de la atrocidad.  *Gregorio Mª Callejo Hernanz es magistrado en Majadahonda y escritor.

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