FEDERICO UTRERA. El actor ferrolano y asturiano Javier Gutiérrez, ganador de un «Goya» por «El Autor» de Martín Cuenca, visitó esta semana los Cines Zoco de Majadahonda para presentar al público esta exitosa película que ha recaudado 1 millón de euros en taquilla. Javier Gutiérrez es ahora el intérprete de moda en España, le ganó el célebre «cabezón» del pintor a Javier Bardem, por «Loving Pablo» y Andrés Gertrudix por «Morir». Y además es actualmente el que más trabaja en una profesión con el 90% de paro. ¿Donde ha estado la clave del éxito de este film? Ante la sincera reflexión de un espectador de Majadahonda al que la película le pareció «tópica» y algo facilona, dejó entrever que un director como Martín Cuenca, satisfecho ya de reconocimientos internacionales y de las loas de la crítica pero sin demasiados espectadores ni dinero para producir, decidió dar un salto y arriesgar con una película que, sin perder su trayectoria de calidad, buscase el reconocimiento del público. Y parece que lo ha conseguido.
«El Autor» es un retrato mordaz de la mezquindad. Tendemos a pensar que los artistas poseen una personalidad heroica, pero igual somos más imbéciles de lo que creemos. Y hablo también por mí. El motor de la película son las reflexiones que me hice después de «Caníbal». Estoy orgulloso de ella, pero ¿todo esto para qué? El protagonista de «El autor» es un manipulador, pero también un ingenuo que lucha por lo que cree. La ironía es la que te coloca: señores, estoy no hay que tomarlo en serio, hay que reírse de uno mismo. He hecho esta película para reírme de mí mismo», confesaba Cuenca en una reciente entrevista. El público de los cines Zoco de Majadahonda se rió pero sobre todo salió encantado. ¿Es «El Autor» su primera obra maestra o una plaga de tópicos que asolan el invernadero del cine español? En esta crítica, su «autor» introduce algunas claves que pueden ayudar a responder a esta pregunta.
FEDERICO UTRERA (Crítica). Los escritores y editores somos muy malos cinéfilos porque nuestra materia prima está hecha de sueños, como decía Shakespeare. Y el cine los muestra en color para que el espectador los disfrute sin apenas esfuerzo. La pantalla del escritor está en una mente en blanco y negro y puede que si se hacen realidad las predicciones de Nikola Tesla algún día podamos incluso proyectarlos de forma virtual y coloreada. Pero mientras ese futuro llega ahí reside la magia pulmoníaca del teatro –y del cine– que decía Ramón Gómez de la Serna. Por eso el escritor suele ser buen crítico pero mal cineasta y por eso también suele ir a contrapelo del público y las modas. Son trincheras distintas.
El talento cinematográfico de Cuenca ya se percibe en «Nadie (Un cuento de invierno)» o «El día blanco», un corto con claras influencias del videoarte. Con «Caníbal» obtuvo el aplauso de la crítica y la ruina en taquilla, porque Cuenca ha hipotecado hasta su casa para producir películas. En sus «Hombres sin mujeres» ya se veía su inclinación a la tragicomedia, que desde el Lazarillo es la verdadera especialidad española frente a la tragedia griega y la comedia italiana o francesa. Cuenca estudió filología y periodismo, de ahí su querencia por la literatura y la creación literaria, e incluso conoció al cubano Humberto Arenal, el amigo de Calvert Casey, aquel escritor dandy y homosexual al que Felicidad Blanc, entonces esposa del poeta Leopoldo Panero (padre), le tiraba los tejos. Y como tantos, Cuenca se enfrentaba al reto de pintar con luz la creación literaria.
Aún no se ha estrenado en España, pero el penúltimo intento antes de Cuenca lo ha hecho Danny Strong, el creador de la serie Empire, con «Rebelde entre el centeno», estremecedor filme que iba a recibir una lluvia de estrellas en forma de óscar pero al que las «circunstancias» de Kevin Spacey se los han arrebatado. El filme logra transmitir esa atmósfera tan original del escritor J.D. Salinger hasta el punto de que en cuanto terminó la película me lancé al ebook para leer de nuevo «El Guardián del Centeno», su obra cumbre que ya tenía olvidada y que es considerada la mejor novela norteamericana de todos los tiempos. «Rebelde entre el centeno» describe también, desde otra óptica y género, el proceso creativo.
Otros lo han intentado igualmente con buena fortuna: Bent Hamer, el director de esa genial rareza que es «1001 gramos», rodó «Factotum» sobre Bukowski y ahí Matt Dillon lo borda tanto en el psicodrama como Javier Gutiérrez en la tragicomedia. Y quizás entre todos estos talentosos brille Stephen Daldry («The reader», «Billy Elliot»), quien rueda aquella adaptación de la novela homónima de Michael Cunningham titulada «Las Horas». Allí describe las vidas de tres mujeres creativas que se conectan a través de «Mrs. Dalloway», la novela de Virginia Woolf. Son tantos y tan brillantes los que abordan esa alquimia que exige llenar el papel en blanco sin hacer el ridículo –da igual la disciplina– que su enumeración sería inabarcable: «Cezanne y yo», que enfoca el diálogo creador del pintor con el novelista Zola o las que interpreta Ed Harris en «Pollock» o «Copying Beethoven», son las que recuerdo que más me impactaron. Y el reciente diálogo –esta vez en las tablas del María Guerrero– entre Voltaire y Rousseau con «La disputa» de Flotats no le va a la zaga (5 bises de aplausos en la última semana de función).
Habrá que unir a Cuenca a esta nómina inacabada pero bajo la luz de Ortega y Gasset: «yo soy yo y mi circunstancia». La continuación de su archisabida frase es más desconocida: «y si no la salvo a ella no me salvo yo». De Karl Marx también todo el mundo ha aprendido que «la religión es el opio del pueblo», pero no todos recuerdan la que le antecede: «La religión es el corazón de un mundo sin corazón y el espíritu de un mundo sin espíritu», según traducción de Leopoldo María Panero (hijo). Lo mismo podríamos decir del cine como opio del pueblo desde el punto de vista subjetivo de la literatura. Las frases inacabadas tienen eso: «El sueño de la razón produce monstruos», le atribuimos a Goya para justificar la sinrazón racional y razonable del artista. La original, sin embargo, decía: «La fantasía, aislada de la razón, sólo produce monstruos imposibles. Unida a ella, en cambio, es la madre del arte y fuente de sus deseos”.
Cuenca por ello se ve atenazado por su «circunstancia»: rodar en España lleva a ensayar los errores solo 1 vez por lustro –que es la media de tiempo en que un director hace una película– a causa de una economía disparatada que lastra la industria con impuestos imposibles, burocracias montañosas y obligados clientelismos políticos o feudalismos ideológicos, que ya no se sabe cuales son peores. En «El Autor» de Cuenca el público llano y la élite cinéfila perciben y aplauden sus sombras chinescas, sus silencios (sublimados antes en «La mitad de Óscar»), escenas memorables como la del perro que sorprende una infidelidad, los desnudos rubensianos o cuando Adelfa Calvo, ganadora del Goya como actriz de reparto, canta en un karaoke a José Luis Perales reencarnándose en su abuela «La Niña de la Puebla». Al tiempo, Cuenca siembra de «tópicos» la inteligencia del espectador para guiarle con migajas de pan por el camino hasta el aplauso final: ese recurso al genial Perales que enternece ya desde el principio, ese tributo a Almodóvar en los decorados de las casas más castizas del edificio, esa sensación de 13 Rue del Percebe que tanto le debe a Francisco Ibáñez… Y esa luz blanca final que alumbra el presidio donde «El Autor» purga sus desvaríos, que parece sacada de la niña almeriense encumbrada por «Camino» tras sus épicos e hiperinflados «melodramones».
Cuenca, en efecto, se ríe de sí mismo, del público, de la literatura y del cine. Y lo proverbial de la película a mi juicio es que lo hace de todos ellos en forma de farsa, como hacía Cervantes. Y todos aplauden a rabiar. El retrato más demoledor de una sociedad que asfixia a sus mejores autores hasta llevarlos a la inanición es «El Quijote» pero 4 siglos después nos seguimos riendo con las aventuras y desventuras del caballero de la triste figura y su escudero Sancho Panza, culmen de las letras en español. Y ya saben ese viejo aforismo que advierte que quien ríe el último ríe mejor. El proceso creativo es así al pie de la letra, como lo describe la novela original de Javier Cercas, pero el éxito de la versión cinematográfica que hizo David Trueba de sus «Soldados de Salamina» –de esas raras ocasiones en que una película supera a un libro–, con la vida del maravilloso Sanchez Mazas, padre de Sanchez Ferlosio, han terminado retratando a su protagonista como una mezcla de él mismo y de María León, la esposa de «El Autor» y escritora de éxito con sus libros de sábana santa, sobre los que tanta santa paciencia hay que derramar.
Las lecciones del profesor del taller literario (se sale Antonio de la Torre) que enseña a «El Autor» cuando viene de trabajar en sus papeles de la notaría son algo menos tópicos. Y así ese desencantado y frustrado literato encuentra más placer inflándose de gambas que leyendo a Edgar Allan Poe, lo que sí hace bueno el típico sino de la vida académica y burocrática. También el militar facha (Rafael Téllez) que guarda sus dineros en la caja fuerte es así: no un escéptico de la democracia de Pericles sino un émulo del Martínez de Kim en «El Jueves». No, esta sátira trufada de un sano y distanciado humor sobre el proceso creativo es tan aplaudida porque el «Autor» literario «vulgaris» o «vulgata» es el que se imagina la gente corriente pero no tiene nada que ver con el autor de fuste –un endemismo como otro cualquiera– que no es como lo pinta con sarcasmos Cuenca. Y de ahí su sensacional hallazgo en la primera novela de Javier Cercas, en aquella época un «letraherido» al que poco le faltaba para que le «doliese» España. Sí, quizás todos los autores de verdad son así en su «primera ignorancia», que decía Cervantes. Lo grave es cuando se quedan así toda la vida.
Cuenca actualiza su novela y ridiculiza al escritor mediocre –que no medio ni mediano– porque, tal y como yo los he visto, por mi experiencia o por haberlos conocido o «escuchado con los ojos» de Quevedo, el verdadero «Autor» se acerca más a Juan Goytisolo, J.D. Salinger, Bukowski o los Panero (padre e hijos). Se parece mucho a Sánchez Ferlosio y Sánchez Mazas o a Virginia Woolf y a la última Colombine. También a Ramón Gómez de la Serna, a Valle o a Juan Ramón. Puede ser un bufón como Arrabal, un depresivo como Houellebecq o un tímido como Valente, pero nunca una persona tan poco lúcida, gris y desalmada como a Cuenca le ha salido esta versión caricaturizada del nuevo escritor del siglo XXI que solo quiere «triunfar» pero en la «literatura seria». O que a su libro «le hagan una película». Por eso salen tantos «productos» editoriales con forma de «guiones» que quieren hacerse pasar por esa amorfa generalidad llamada literatura.
Mi aplauso más sincero no tanto por la película –a mi me aburrió al final, pero ya he confesado que soy reo del mal cinéfilo– sino por este genial retruécano, que es mi reconocimiento más sincero. Es muy difícil hacer lo que Cuenca ha hecho y de ahí que algunos espectadores reconociesen que, como el Quijote, han ido a verla varias veces porque algo se les escapa. Yo creo haberme apercibido de eso que se «escapa» y a mí Cuenca no me verá otra vez el pelo, ya me he carcajeado de mí lo suficiente. A esta generación de cineastas españoles (David Trueba («Vivir es fácil con los ojos cerrados»), Víctor Matellano («Parada en el infierno»), Gracia Querejeta (El último viaje de Robert Rylands), Daniel Sánchez Arévalo (La gran familia española) o el propio Cuenca) solo hay que implorarles que, alcanzada la gloria y el dinero –y que no falte– solo esperamos que no se abandonen a la comodidad de un público poco exigente apoltronado en mullidas butacas. Que eleven la cabeza y que, como esos consejos que brindaba uno de los personajes de Cuenca en otro de sus primeros «cortos», eleven al balón al cielo de los grandes. Solo así conseguirán que aunque se mueran de risa –y la comicidad es siempre buena consejera–, esa triste realidad creativa y creadora no les termine agotando por aburrimiento.
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