Crescencio Bustillo

CRESCENCIO BUSTILLO. De todas las aficiones de Majadahonda, la más importante era la taurina y parece ser que no se ha perdido del todo en los tiempos actuales. Como pasaba la cañada por el pueblo, teniendo la Laguna para abrevadero del ganado al paso del mismo, por aquellos tiempos pasaban miles y miles de cabezas de ganado vacuno procedentes de toda la sierra del Guadarrama y de la parte de Salamanca. La mayor parte destinadas al matadero de Madrid, que estaba situado hacia Carabanchel. Otras veces eran corridas de toros completas para lidiarlas en la Plaza del mismo, pero todas tenían un denominador común: eran reses bravas. A estos conjuntos de reses los llamábamos “vacadas”, vulgarmente “novilladas”, que había días que se pasaban en diferentes horas hasta diez puntas de estas vacadas, que como promedio llevaban cada una 500 reses o más.


Cuando aparecían en lontananza las vacadas, que se distinguían precisamente por la polvareda que iban dejando atrás, se corría la voz por el pueblo. ¡Qué viene una novillá!, gritaba la gente, contagiándose este grito y siendo repetido como un eco. Al sentir esta llamada torera la gente joven abandonaba sus faenas, fueran mujeres u hombres sin distinción, y salían corriendo a tomar posiciones en las bocacalles o casas por donde tenía que pasar el ganado. A su paso agitaban trapos como si fueran capichuelas, citando a las reses con tal insistencia que las hacían desmandarse alborotadas, rompiendo la formación y dando lugar a que corrieran por los campos para así gozar de estas escapadas, que daban como resultado incidentes a granel, un jolgorio en los protagonistas y un enfado en los vaqueros, que entre maldiciones e insultos se las veían y se las deseaban para poder de nuevo reunir la vacada, corriendo con los caballos desesperadamente.

Algunos de estos vaqueros, que accidentalmente les tocaba conducir las corridas que se habían de lidiar en las fiestas del pueblo, comentaban que no les llegaba la “camisa al cuerpo” cada vez que tenían que pasar con las vacadas por Majadahonda. De resultas de estas escapadas solían desmandarse sueltos toros y vacas. Entonces ya estaba liada la capea: surgían como por ensalmo capotes y muletas, unos de verdad y otros improvisados, sucediéndose los revolcones y volteretas, pero casi siempre con suerte, pues no ocasionaban cornadas graves. Las reses cuando se excitaban así ya no obedecen de momento ni a los vaqueros ni a nadie, por lo que en varias ocasiones las tenían que dejar por no perder el resto, que no acababan de serenarse. Era muy frecuente que a finales del verano anduvieran toros o vacas escapadas deambulando por las viñas y las tierras del término. Estos casos se comentaban, dando lugar a que la gente fantaseara más de la cuenta a veces. Que si fulano se había visto en peligro, que si el otro se había tenido que meter en una zanja, aquel se había tenido que subir a un árbol… Había para todos los gustos, pero es muy raro que estos animales en campo abierto ataquen porque sí, si antes no se les provoca.

Juan Belmonte, el «torero revolucionario», se quitó la vida

Una curiosa anécdota relacionada con esta cuestión es la de Rolán. Este se había enterado que había un toro  desmandado hacia una zona de viñas llamada del “Cristo”, por estar cerca de la ermita. Rolán era un entusiasta de Belmonte, había leído su biografía y cuando toreaba en Madrid acudía a verle aunque se tuviera que empeñar la camisa. Por eso al enterarse de donde más o menos pudiera estar el toro se preparó una muletilla y se dispuso a emular las aventuras de su héroe. Para ello se quitó la camisa y a la luz de la luna, como el trianero, se fue a buscar al toro, solo, sin decir nada a nadie para no tener que compartir la gloria. Cuando lo encontró, lo citó. El animal, naturalmente, acudió al desafío. Lo que no se sabe es si llegaría a darle algún lance, pero sí que lo derribó, lo atropelló y tuvo la gran fortuna de camuflarse encogido cuanto pudo en el hoyo que se hacía alrededor de la cepa, puesto que estaba dentro de una viña. La fiera lo acosó allí, pero como no podía empitonarlo bien le mordió y se ensució encima de él. Cuando se cansó, se fue alejando, cosa que aprovecho el Rolán para salir corriendo asustado hasta el pueblo, donde contó la aventura que acababa de pasarle. Los que le atendieron contaron que traía las espaldas moras y peladas de los varetazos de los cuernos y de los bocados de la fiera, entre la lengua rizosa y los dientes inferiores, pues ya es sabido que todos los rumiantes no tienen dientes en la parte superior de la boca.

Majadahonda Magazin