«El artículo se adentra en la cuestión del mal, ese “enigma indescifrable” como lo llamó Ricoeur. Aquí, Cuartango se duele –como todos nos dolemos– ante el sufrimiento de los inocentes, ante la violencia humana y las catástrofes naturales».

MIGUEL SANCHIZ. (Majadahonda, 17 de agosto de 2025). Dios en el misterio del mal: una respuesta fraterna al periodista Pedro García Cuartango. He leído con atención y respeto el artículo de Pedro García Cuartango, “El mal, Dios y la fe”, publicado en ABC del pasado 3 de agosto. Su texto, como siempre, está impregnado de inteligencia y una honradez intelectual que lo honra. No obstante, desde mi fe cristiana, me siento llamado a ofrecer una respuesta serena, fraterna, quizá también necesaria, para matizar –y en algunos puntos refutar– con toda humildad, algunas de sus reflexiones. Cuartango comienza apelando a la humanidad compartida entre Hitler y Santa Teresa, entre Pol Pot y Juan Sebastián Bach. “Del fondo de cada uno de nosotros puede surgir lo mejor y lo peor”, afirma. En esto coincidimos: la libertad humana –ese don que Dios nos concede– es capaz de elevarnos hasta la santidad o de precipitarnos al abismo. Lo que no comparto es la conclusión implícita: que esta ambivalencia sea una prueba contra la existencia de un Dios bueno. Al contrario, es precisamente la libertad, con su riesgo de mal, la que da sentido al amor auténtico y a la dignidad de nuestras decisiones.

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“DIOS PROPORCIONA EL VIENTO, EL SER HUMANO DEBE IZAR LA VELA”. Cita Cuartango a San Agustín para luego lamentar que Dios no otorgue el don de la fe a todos. Pero olvida que la fe no es un privilegio caprichoso, sino una gracia ofrecida, sí, pero también acogida. Y que hay infinitos caminos hacia ella, muchos de los cuales se recorren en el desconcierto, la duda y el dolor. Es fácil creer que Dios calla; más difícil, pero más fecundo, es aprender a escucharle en el silencio. El artículo se adentra luego en la cuestión del mal, ese “enigma indescifrable” como lo llamó Ricoeur. Aquí, Cuartango se duele –como todos nos dolemos– ante el sufrimiento de los inocentes, ante la violencia humana y las catástrofes naturales. Comprendo su perplejidad, pero discrepo cuando afirma que Dios permanece ausente. La fe cristiana no ofrece explicaciones fáciles: lo que ofrece es un Dios que se encarna, que sufre, que muere en la cruz. Un Dios que no responde desde el poder, sino desde el amor, desde la compasión extrema. “El Verbo se hizo carne”, y en esa carne llagada compartió hasta el último rincón del dolor humano.

Preguntó un periodista a Unamuno: «¿cree usted en la existencia de Dios?«. Unamuno respondió: «dígame usted qué entiende por creer, por existir y por Dios y le contesto»

LA EXISTENCIA DE DIOS NO DESCANSA SOLO SOBRE EL CONSUELO EMOCIONAL O EL ANHELO DE SENTIDO ANTE EL MAL. Hay fundamentos racionales que apuntan hacia Él. La razón no es enemiga de la fe, como bien intuyeron San Agustín y San Anselmo. ¿Cómo explicar que exista algo en lugar de la nada? ¿Cómo justificar el orden, la belleza, la armonía matemática del universo? ¿Cómo puede la materia inerte dar lugar a la conciencia y al amor? El propio Einstein, citado por Cuartango, reconocía ese asombro reverente ante el misterio: “Lo más incomprensible del universo es que sea comprensible”. Hoy, desde el Big Bang hasta la precisión afinada de las constantes físicas, muchos científicos –Lecomte du Noüy, Polkinghorne, Collins– ven indicios de una inteligencia ordenadora. No una prueba matemática, claro, pero sí una pista que, unida a la experiencia interior, hace razonable la fe. Como escribió Joseph Ratzinger, “al principio de todo no está el absurdo, sino la razón creativa: el Logos”.

Einstein creía en un universo gobernado por leyes deterministas, donde todo fenómeno tiene una causa definida, y no veía espacio para el azar o la probabilidad en la naturaleza

¿LA LIBERTAD HUMANA PUEDE ESTAR POR ENCIMA DE LA VIDA?, pregunta Pedro G. Cuartango. Pero lo que Jesús nos muestra es que la libertad mal usada no es más poderosa que la Vida, con mayúscula, que Él representa. El mal no tiene la última palabra. La cruz no es el final. “En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo” (San Juan 16, 33). Me interpelan también sus palabras finales: “Seguimos instalados en las tinieblas de la incertidumbre”. Tal vez, para quien no cree, esto sea cierto. Pero para quien, como yo, ha tenido la gracia —y el vértigo— de creer, hay una certeza que alumbra incluso en la noche más cerrada: que Dios está. Y que, en medio de este mundo desgarrado, su misericordia actúa, a menudo en lo oculto, en lo débil, en lo que no hace ruido. Como una semilla. Querido Pedro: gracias por tu búsqueda. En tu duda hay verdad. Y en tu honestidad, hay algo profundamente cristiano. Yo sigo izando mi vela, sabiendo que el viento sopla —aunque a veces no lo escuchemos— desde un Dios que no es verdugo, sino padre. Y que no calla, sino que susurra, esperando que nuestro corazón se aquiete lo suficiente como para oírle.

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