Begoña Delclaux alude en su novela al centro juvenil Príncipe de Asturias de Majadahonda

BEGOÑA DELCLAUX. Elisa sonrió a su padre, recién duchado y vestido con una camisa azul. —¿Qué tal os ha ido el ensayo? —preguntó él bajando el volumen. —Bien.
—Ayer llegaste muy tarde ¿no? —Un poco —repuso, evasiva—. ¿Te acuerdas de Inés, la directora del Príncipe? —Más o menos.
—No fue a trabajar el viernes y no saben dónde está. ¿A que es raro?
—¿Y nadie lo ha denunciado? —No parece.
—La gente hace cosas raras cuando menos te lo esperas.
—Pero no le pega nada, es súper-mega-perfecta.
—Mega-perfecta —repitió él—, ¿en qué sentido?
—En todos, siempre va muy peripuesta y controlándolo todo y es raro que no aparezca y no avise a nadie ni nada.



—Bueno ¿vamos a comer o qué? —sugirió la abuela—. Se hace tarde.
 Una vez en el rellano, fue Elisa quien se dio cuenta de que se iban sin Jaime. Volvió a abrir y le llamó. Tuvo que ir hasta su cuarto. Su hermano estaba a lo suyo, metido en una pantalla repleta de signos y números. Parecía un jeroglífico.
—Chateando con Marte, seguro —bromeó ella—. Vuelve a Tierra, que los humanos comemos. Se fueron dando un paseo bajo el sol del mediodía en dirección al Cortijo, un asador al que entraron por un patio cubierto de parras. Estaba entonces vacío salvo un trío de mujeres que fumaban sin callar. Parecían acaloradas a pesar del aire frío.

El comedor estaba repleto exceptuando dos mesas. Una era para ellos, que habían hecho reserva. 
El dueño salió a saludar con una botella de Rioja.
—¿O preferís una sangría? —Le guiñó un ojo al sargento, que sabía apreciar un buen vino.—Quita, quita —respondió con su sonrisa.
Tomaron un pollo asado a la leña, unas patatas fritas en su punto de crujientes y ensalada de la casa. Para postre compartieron una tarta de queso templada.
—¡Por supuesto que es casera! —respondió el dueño, ofendido. (Continuará). Lea los capítulos anteriores aquí.

 

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