Angela Franco y Antonio Castro

ÁNGELA FRANCO MATA* Ex-directora del Departamento de Antigüedades Medievales del Museo Arqueológico Nacional (1987-2014). Hace unos días leía el grueso volumen de las ‘Confesiones’ (Madrid, 1996), del cardenal don Vicente Enrique y Tarancón, donde se mencionaba reiteradamente el Pontificio Colegio Español de Roma. Me picó la curiosidad y entré en Internet, y descubrí una amarga noticia: había fallecido Antonio Castro y Castro, que fue rector en mis años romanos [1974-1977] el 14 de febrero de 2016 en Majadahonda. Yo no tuve conocimiento, ni del fallecimiento, ni de su vida en esta localidad madrileña los últimos años de su existencia.


Después de su estancia en Roma, fue destinado al Colegio Español de Munich. Por entonces nos carteamos unos años, incluso recibí una visita suya en Antoñanes, en que me donó su libro ‘Las Palabras’ (Barcelona, 1980), pero se fue espaciando la correspondencia hasta desaparecer. Y supe que residió también en Valencia. El gran poeta leonés, nacido en 1929 en Oteruelo de la Vega, era una persona muy culta, sobre todo muy optimista, de carácter muy abierto y risa contagiosa. Las líneas que le voy a dedicar no deben interpretarse como una necrológica, por cuanto han transcurrido algunos años de su fallecimiento. Deseo que sea un homenaje a una persona excepcional desde el punto de vista humano, con vocación de sacerdote, enseñante, y preocupado por las más variadas actividades, que tenían cabida en su transcurrir vital diario, donde la amistad ocupaba un puesto fundamental.

Siempre estuvo vinculado con la Academia Española de Bellas Artes, emplazada en la plaza de San Pietro in Montorio, en el Gianicolo [Á. Franco, ‘La Academia de Roma: aspectos históricos, directores, pensionados y becarios’, Encuentro Federico Sopeña (1917-1991) en la España de su tiempo, Santander, Fundación Botín, 2018, pp. 69-100]. De su relación con residentes surgieron poemas dirigidos fundamentalmente a las respectivas especialidades. Es el caso del que fuera director de la Academia, Enrique Perez Comendador, a quien dedica el poema protagonizado por Cecilia Berti, dividido en cuatro partes ‘El escultor y el barro’, ‘El barro y Cecilia’, ‘El escultor y Cecilia’ y ‘A solas’, que finaliza así: «En busca de la sola creación posible que ante Cristo era fértil resurrección de ausentes muchedumbres».

Obra de especial enjundia es ‘El mal se desespera’ (Zaragoza, 1974), prologada por Francisco Yndurain; suyas son estas reflexiones, muy ilustrativas de la persona del autor, que no se limita a la poesía: «Castro es, además, hombre de pensamiento, filósofo, teólogo, está dedicado a la difícil tarea de formación sacerdotal, y todo ello amalgama capacidades y ejercicio de acción y meditación, de praxis y contemplación». Añade más adelante: «Hace poco notaba que en una antología de poesía religiosa en España, eran muchos los religiosos o sacerdotes allí representados. Antonio Castro y Castro tiene allí un puesto muy relevante, lo tiene que tener».

En 1975 publica en Zaragoza el libro de poemas «Niños por mi tiempo«, que dedica a su madre, madre de muchos niños, adjuntando los conocidos versos de Miguel de Unamuno, su autor favorito: «Agranda la puerta, padre, / porque no puedo pasar; / la hiciste para los niños, / yo he crecido a mi pesar». Gran admirador de Unamuno, de entre sus publicaciones, la que más me ha conmovido es la titulada Unamuno testigo del hombre (Zaragoza, 1976). Se trata de una visión del gran pensador y literato desde la vertiente humana y donde se refleja un profundo conocimiento de su persona y de su obra; no en vano constituyó un referente continuo a lo largo de su vida. He aquí una evocación del gran vasco-salmantino: «Unamuno, testigo de hombre, testigo de sí mismo, un hombre de carne y hueso que muere y no quisiera desaparecer en la nada, se acerca a la fe, en busca de una eternidad de vida. En busca de resurrección». Este es mi deseo para Antonio Castro y Castro. Lea el artículo completo.

 

 

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