CRESCENCIO BUSTILLO. Sin querer hemos mentado al diablo, por eso voy a contar otro de los bromazos del “Tío Tábano”. Ya sabemos que tenía tahona, tienda, una casa grande de labor con toda clase de animales domésticos como la cosa más normal de estas haciendas. Encima de la tienda tenía un desván o piso superior de madera que lo utilizaba para guardar los granos de la cosecha, pero como estos no se metían hasta bien entrado el verano, lo aprovechaba cediéndolo a unos gallegos mamposteros.


A estos los conocía porque hacían la temporada del verano arreglando las casas con remiendos o chapuzas, ya que se dedicaban como albañiles a este fin, empleándolos muchas veces él mismo, puesto que tenía una casa grandísima. Como era tan amigo de hacer estas bromas, todas pesadas, y alguna como esta con cierto tiempo, los fue preparando a los gallegos para que no dejaran la puerta abierta del desván por la noche cuando se acostaban, no fuera a subir un “verraco” (cerdo) que tenía muy grande y darles un disgusto. Para aclarar al caso del verraco hay que señalar que era terrorífico, había matado una vez que estaba en celo a una burra, era poco menos que indómito y tenía sus dominios en un corral, acompañado de las cerdas que le echaban para que las montara.

Dicho corral era a donde iba a parar la escalera de subir al desván, por eso el que el “Tío Tábano” les dijera que el verraco podía atacarles de noche si no atrancaban la puerta estaba dentro de lo posible. Pese a las advertencias, ellos se lo tomaban a broma sin hacerle del todo caso. Estos gallegos y otros en aquellos tiempos que se dedicaban a la siega, trabajaban como bestias toda la temporada para reunir unos cuartos que les permitieran pasar el invierno al lado de los suyos lo mejor posible, ya que en su tierra en ese tiempo no encontraban donde ganar un jornal.

Por eso se sacrificaran hasta el máximo no gastando nada más que lo imprescindible para comer, pues el dormir lo hacían en el suelo o, como en este caso, en las duras tablas de un desván, sin pagar nada por pensión. Tampoco gastaban nada en diversiones, si no aquella noche les hubiera cogido en la plaza, contemplando como espectadores los “títeres”. Por aquel tiempo eran muy frecuentes los titiriteros que arribaban por allí, pedían permiso a las autoridades y montaban el trapecio en medio de la plaza. Fuera mejor o peor su trabajo, lo hacían de cara a la voluntad del público. Y para redondear un poco los ingresos, rifaban siempre algo que llamara la atención, pero que en sí no valiera muchos cuartos.

También sabemos que el número fuerte de todos los circos de más o menos categoría son los payasos. Por este motivo fueron a enharinarse a la tahona del “Tío Tábano” que se encontraba allí cerca. La presencia de los payasos en su casa pidiendo permiso para enharinarse la aprovecho el tío. Le planteó la cuestión al que hacía de tonto y este que también era muy de la broma se prestó para hacer la jugarreta a los gallegos. Una vez vestido y pintado de payaso cogió una vela y guiado por el Tábano se dispuso a sorprender a los gallegos, que ya estaban acostados. Estos al sentir que se abría la puerta que estaba atrancada débilmente se despertaron sobresaltados. Y más al ver aquel extraño que no esperaban, semialumbrado por los destellos de la luz de la vela.

El que estaba más cerca dio la voz de alarma: ”¡Ay, no!, ¡el verraco, vestido de demonio!». Los cuatro o cinco dieron la espantada, se tiraron de cabeza por una ventana que daba a la calle y que estaba a unos dos metros de altura. Sin que el payaso dejase de perseguirles, atravesaron la plaza por donde estaba la gente reunida para ver los títeres, y entre el escándalo que se formó, riendo la gente hasta más no poder, los gallegos por fin se dieron cuenta de la broma que les habían gastado. Después querían tomar venganza contra el payaso, pero se los disuadió y no pasó nada, únicamente el comentario de la broma tan bien traída y que yo ahora relato.

Recuerdo que de chico, a mí y otros dos o tres chicos más de mi misma edad, nos contrató por unas monedas para que le limpiáramos el gallinero, sin pensar que lo hacía para que nos llenáramos de piojillos de las gallinas. De momento no nos dimos cuenta y marchamos tan contentos con nuestras ganancias en el bolsillo una vez efectuado el trabajo. Pero en casa después tuvimos que cambiarnos de ropa interior, ducharnos y aun así sentíamos el cosquilleo de los bichitos por el cuerpo, pues lo cogimos a montonadas. Este era el célebre “Tío Tábano” que fue recordado mucho tiempo por sus hazañas bromísticas hacia los demás.

Majadahonda Magazin