“Como en Jaca le cubrían los gastos y le daban plaza escolar, la chica se fue para allá con su madre. El club de Majadahonda al que pertenecía montó en cólera y expulsó a Javi, que seis meses después se unió a su hermana. Antonio se quedó solo en Madrid. “Javi no lo pasó bien allí”, afirma Laura. “Jaca es un pueblo, los niños se dedicaban a otros deportes y se burlaban de él diciéndole que el patinaje era de gais”. Volvieron a Madrid a los dos años y, aunque su hermana ya era la mejor patinadora juvenil de España, Javi lo dejó durante un tiempo y pensó en dedicarse al hockey. “Estaba desmotivado, no progresaba, no se sentía arropado por entrenadores y clubes”, destaca Laura, que, por razones parecidas, abandonó el deporte a los 20 años para estudiar enfermería”. El periodista Xosé Hermida, con fotografías de Eduardo Miera y otras de su infancia proporcionadas por su familia, ha escrito en “El País Semanal” la cara oculta del éxito del patinador Javier Fernández. Y en el Club Igloo de Majadahonda, en su pista de hielo y en la Federación española de Patinaje no todo fueron apoyos al inicio de su carrera:
“Un campamento de verano en Andorra lo cambió todo. Por allí apareció Nikolai Morozov, un ruso que era el gran gurú del patinaje y le tenía echado el ojo a aquel madrileño de 17 años. “Vio que era un diamante en bruto. Sin aquello, nunca hubiésemos tenido un campeón del mundo”, señala el entrenador Daniel Peinado. Morozov se ofreció a llevarlo a Estados Unidos. No le cobraría por entrenarlo, pero su familia tendría que costear los gastos. “Me obligó a que le diese una respuesta ya”, recuerda Javier. “Y sin contarle nada a mis padres, dije que sí”.
“Antonio tiró de unos ahorros que había reunido para reformar el piso de Cuatro Vientos, condenado a seguir como estaba. Buscó otro trabajo por las tardes reparando helicópteros y Enriqueta entró en Correos. Javi, que no sabía inglés, dejó los estudios y se estableció en un piso de Nueva Jersey compartido con un entrenador español al que ya conocía de Jaca, Mikel García. Él le ayudó con el idioma, con la cocina y con el modo de vida del país. “Fue muy duro y las dificultades económicas te frustraban mucho”, reconoce Javier. Tenía que pagar viajes, material –unos patines cuestan 1.000 euros– y las coreografías para sus actuaciones, que pueden salir por más de 10.000 euros. “No teníamos ni una beca, ningún apoyo público. Nos costaba entre 2.000 y 3.000 euros al mes”, detalla el padre. “Y la federación se tomó muy mal que se fuese. Cuando venía aquí a competir casi ni le hablaban, le hacían el vacío”.
La troupe de patinadores de Morozov no tenía lugar fijo. En los dos años siguientes, Javier vivió también en Moscú y en Letonia, en residencias para deportistas donde lo aplastaba el peso de la soledad. Los métodos de Morozov, a pesar de todo, funcionaban, y en 2010, en Vancouver, se convirtió en el primer patinador español desde 1956 que participaba en unos Juegos Olímpicos. Terminó 14º. Pero el ruso dedicaba más atención a otra de sus estrellas, el francés Florent Amodio, por cuya instrucción sí le pagaba la federación de ese país. Javier necesitaba estabilidad y entró en contacto con una antigua estrella de la disciplina, Brian Orser, que dirigía un grupo de entrenamiento de élite en Toronto. “Cuando llegó, por supuesto que tenía talento, pero estaba perdido”, declaró hace unos días Orser al Toronto Sun. “No tenía mucha disciplina, ni dirección, no había habido mucha gente que confiase realmente en él”.
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