LIDIA GARCIA. «Samy Alí, el chef que ‘aparcó’ su estrella Michelin para abrir un puesto en un mercado». Así titula la periodista Amaya García su sección de «Gastronomía» en «El Mundo», que le dedica a este «chef» de madre madrileña y padre sudanés que estudió en la Escuela de Hostelería de Majadahonda. Y gracias a esa formación en el Instituto María de Zayas, triunfa con «Doppelgänger» en el Mercado de Antón Martín, primera planta. Santa Isabel, 5, abierto de martes a sábado. «Uno de esos veranos, creo que era el año 2000, cogí la guía telefónica y empecé a llamar a restaurantes del País Vasco para ofrecerme para trabajar. Sabía que por allí se comía muy bien y poco más. Me cogió el teléfono Iñaki Izaguirre y me fui a Irún. Me enseñó mucho», recuerda.
Amaya García
También se curtió en Londres, donde le «metieron en la cabeza lo bueno que eran las estrellas Michelin«. Mientras Samy habla, emplata uno de sus ‘hits’, el kare de plátano, su banana a la parrilla con curry japonés. En una pared frontal se recogen los platos; el ‘tako crunchy’ de gamba de Huelva, los rollitos con patas, morro y tendones de ternera envueltos en hoja de kimchi, la ensaimada y el donut a la parrilla con sake y relleno de chocolate blanco son los imprescindibles de la carta, una auténtica explosión de sabores sin adornos. Elaboran también sus propias sodas kombuchas.
Samy Alí ganó una estrella Michelín
Samy Alí es un cocinero peculiar. En «3º de EGB» supo dónde estaba su lugar en el mundo, cuando su amiga Mariví le dijo que tenía que probar la leche frita, que «estaba de muerte», y él llegó a casa y se puso a hacerla. «Siempre me ha gustado comer y he tenido curiosidad», dice sentado en la puerta del Mercado de Antón Martín. Durante años lo pensó, hasta que en aquella gala en Tenerife en 2017 le dieron la estrella Michelín. «Sólo supuso reconocimiento y más trabajo». Y eso no le convencía. «Salía a la sala y no era mi mundo. Quería algo más real y más normal». Ya piensa en montar otras cosas. Le han tentado para ir a Singapur, pero a él le tiran los orígenes. «Me gustaría abrir un garito en Sudán con mis primos».
Es martes y en las mesas hay cambio de turno. «Tenemos uno a las 13.30 y otro a las 15.00». Trece comensales en cada uno de ellos -hay otros dos servicios por la noche-. El boca a boca le ha hecho la mejor promoción hasta ahora. «La respuesta ha sido increíble». Muchos de los clientes que se pasan por aquí le conocen de su etapa en La Candela Restó, donde logró la estrella Michelín en 2017, a los tres años de abrir, y a la que renunció en 2018 tras cerrar el restaurante. «Era un formato gastronómico que yo no había elegido».
Tiene claro lo que quiere, pero quizá aún más lo que no quiere. «Mi autoestima y mi felicidad no pueden depender de algo que no sea yo. Mi ranking me lo hago yo». Tras cerrar su gastronómico, se dedicó a viajar y a leer. «Ya le tenía echado el ojo al puesto del mercado». Con él trabajan cinco personas, la mayoría compañeros del proyecto anterior. «Mi equipo es fundamental». Dice su equipo -cuando desaparece un momento-, con el que insiste en posar para la foto, que es «autoexigente, muy profesional, maniático, concienzudo y cariñoso». A sus 38 años, está convencido de que las cosas se pueden hacer de otra manera. «Estamos enturbiados por las ganas de éxito y eso te hace perder tu esencia». Sin duda es un chef algo peculiar. Aquí es donde abrió este verano Doppelgänger, un puesto donde no son bienvenidas las etiquetas. «La gente muchas veces no sabe definir mi cocina y eso es lo que me mola». Le gusta hacer cosas que no hagan otros. «Mezclo sabores, texturas y culturas», resume. Y de qué manera.
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