CRESCENCIO BUSTILLO. Los caminos y las inmediaciones por donde había de celebrarse el encierro de los toros en Majadahonda estaban pobladas de toda clase de gente, esperando ilusionados que llegara la hora de empezar este. No solo era la gente de a pie la que invadía aquellos contornos. Estaban los caballistas, llevando a la grupa a las muchachas más lindas y resueltas del pueblo. Total, que en sus prolegómenos el encierro en sí ya era una nota de color y alegría por sus gritos, cantes, bailes y toda clase de expansiones para animar el ambiente. En la primera tentativa de cerrar a los toros casi nunca se lograba. Cuando no era algún caballista que se cruzaba en el momento oportuno en alguna encrucijada del camino, eran los de a pie que en las primeras casas del pueblo trataban de espantarlos. Y eso que venían bien arropados por los cabestros y vaqueros, pero había una tradición oculta que decía que si no se escapaban los toros por los campos no tenía gracia el encierro. Al espantarse se lucían más o menos los jinetes, poniendo a prueba sus monturas para alcanzar y rebasar a los toros, haciéndolos reagruparse de nuevo. Cuando se habían serenado un poco, lo intentaban de nuevo, tomaban toda clase de precauciones y casi siempre conseguían meter los toros en la plaza. Dentro de esta se los metía en el toril y se soltaban vaquillas para diversión de los mozos y para que la gente disfrutara viendo la de achuchones y volteretas que ocasionaban.


Por la tarde era la lidia y muerte de los toros. Muchas veces también había otros novillos o vacas de capea, que hacían que fuera una tarde completa de toros. En mi juventud me ha gustado mucho la fiesta y no cambiaba una corrida de la fiesta de un pueblo por otra dada en Madrid, a pesar de la enorme diferencia que había entre las dos. Por eso he asistido a estos festejos centenares de veces por todos los pueblos colindantes e incluso alejados, como eran los pueblos de las estribaciones de la Sierra de Guadarrama. En muchos de estos pueblos he toreado a las vaquillas, otros he sido simple espectador, pero en ninguno he visto como en Majadahonda la alegría de la gente, la libertad a todos los forasteros, y más que nada, la forma semi anárquica de celebrar las corridas, que se han hecho muchas críticas de ellas y nada elogiosas, pero que en su esencia, al ser diferentes a las demás, conservan esa particularidad que las ha hecho tan célebres.

Quintos en las fiestas de Pozuelo

Los demás pueblos han competido por llevar las fiestas dentro de un orden y seriedad que apenas dejaban margen para que la gente se divirtiera. La Guardia Civil se encargaba de cumplir las normas, extralimitándose en sus funciones muchas veces. No dejo de acordarme de los palos que salvajemente daban los guardias en las Fiestas de Pozuelo o en Las Rozas, que conjuntamente con los guardias iban los brutos del pueblo, provistos de garrotas y porras, descargando sus iras sobre los que veían más indefensos. En fin, en unos más que otros pero en todos en general, los alcaldes de estos pueblos delegaban su autoridad en la fuerza pública, por comodidad o por lo que fuera. Y eran los guardias, con su fuero y su soberbia, los encargados de ordenar las fiestas a su manera. En Majadahonda no era así ni sigue siéndolo, mandara quien mandara. La Guardia Civil se la ha puesto siempre en la trastienda de reserva, en previsión de alteración del orden, pero siempre cuando fueran llamados a intervenir. Esto nunca ocurría porque las autoridades locales, ayudadas por los vecinos, se bastaban para aplacar cualquier incidente. De esta manera tan sencilla como eficaz servía para que la gente forastera tuviera una completa libertad, nadie se metía con nadie y de no ser algún patoso que siempre los hay, la fiesta transcurría como una balsa de aceite en todos los sentidos, con la sana alegría de estas fiestas mayores.

No se crea que por eso los guardias se molestaban al no tener que intervenir en estas misiones. Ellos ya sabían las costumbres del pueblo y estaban encantados de aquella paz y tranquilidad que les proporcionaban el estar ellos y sus familias disfrutando de la fiesta. Y es que, en definitiva, a todo el mundo le gusta la tranquilidad. Como digo, la Guardia Civil de aquella zona tenía un concepto inmejorable de la gente del puebloNunca se les llamaba para tener que aplacar disturbios, ni había robos transcendentes que tuvieran que intervenir. Tampoco había cazadores furtivos que les quitaran el sueño sino un pueblo trabajador que se solventaba así mismo sus problemas. Por eso eran amigos de todo el mundo (si es que se puede tener amigos entre la Guardia Civil). Venían de visita al pueblo cuando les tocaba reglamentariamente y se metían a jugar a las cartas tranquilamente en los casinos o bares que les caía bien. Jamás se les delató a sus superiores, por lo que estaban más que agradecidos al comportamiento del pueblo con ellos.

Majadahonda Magazin