«Leído hoy, este cuento nos sugiere que la Navidad no siempre entra por las puertas principales; a veces se cuela por una rendija, allí donde un corazón se atreve a derribar su propio muro. Y que, en el fondo, todos somos gigantes que buscan, sin saberlo, un niño que les devuelva la primavera»

MIGUEL SANCHIZ. (29 de diciembre 2025). Cuentos que hacen Invierno: Pequeñas Navidades. El gigante egoísta de Oscar Wilde. Hay relatos que, más que contarse, se ofrecen como una llamada suave a la conciencia. En cada uno de ellos, la Navidad aparece no tanto como una fecha, sino como un clima del espíritu: un tiempo en el que la vida, de pronto, nos invita a abrir una puerta que llevábamos tiempo cerrando. Por eso esta serie de Cuentos Navideños continúa su camino entre historias que hablan de transformación. Si el amor sacrificado era el eje del cuento anterior, ahora nos adentramos en el territorio de la conversión interior, allí donde una criatura dura descubre, casi sin querer, el milagro de la ternura. El gigante egoísta, escrito por Oscar Wilde en 1888, parte de una imagen luminosa: un jardín donde los niños juegan felices mientras dura la ausencia del Gigante, dueño de la propiedad. Pero cuando éste regresa, irritado por lo que considera una invasión, levanta un muro y prohíbe la entrada a los pequeños. Desde ese día, el jardín queda preso de un invierno interminable: no llega la primavera, no canta el aire, no se abre una flor. Solo cuando los niños encuentran una rendija por la que volver a entrar, la naturaleza despierta de nuevo. En medio de ellos hay un niño pequeño, el más frágil, que intenta trepar a un árbol y no puede. El Gigante, al verlo, siente súbitamente la compasión que había olvidado, derriba el muro y abre su corazón. Años después, encuentra al mismo niño bajo un árbol cubierto de flores, distinto y sereno, y comprende que aquel encuentro tenía algo de celestial.

Miguel Sanchiz

Miguel Sanchiz

WILDE, CON SU DELICADEZA MORAL CARACTERÍSTICA, CONVIERTE ESTA PARÁBOLA EN UN ESPEJO PARA EL LECTOR CONTEMPORÁNEO. El Gigante no es un villano: es un ser cansado, endurecido por la dificultad de querer. Ha levantado muros —como hacemos todos— para protegerse del mundo, sin advertir que también lo deja sin primavera. La belleza del relato reside en el instante en que la ternura irrumpe sin pedir permiso: el esfuerzo torpe de un niño por subir a un árbol es suficiente para derribar años de egoísmo. La conversión no llega con discursos, sino con una mirada: la mirada que reconoce la presencia del otro. El final, uno de los más conmovedores de la literatura infantil, nos recuerda que hay presencias que no se explican, solo se acogen. El Gigante encuentra al niño transformado, con señales que trascienden lo terrenal, y entiende —aunque Wilde nunca lo subraya— que el amor que él aprendió a dar no se pierde, sino que conduce a una promesa más alta. Leído hoy, este cuento nos sugiere que la Navidad no siempre entra por las puertas principales; a veces se cuela por una rendija, allí donde un corazón se atreve a derribar su propio muro. Y que, en el fondo, todos somos gigantes que buscan, sin saberlo, un niño que les devuelva la primavera.

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