«¿Cuántas horas soportaría la economía europea sin medios de pago electrónicos? Quizá algunas jornadas, a lo sumo, antes de que el pánico se extendiera y los bancos se vieran obligados a improvisar soluciones de emergencia».

MIGUEL SANCHIZ. (Majadahonda, 1 de octubre de 2025). El día que Europa se quede sin tarjetas de pago. A veces, lo que parece una hipótesis remota basta para darnos cuenta de hasta qué punto dependemos de estructuras que ni controlamos ni dirigimos. Me refiero a las tarjetas de pago que todos llevamos en el bolsillo: Visa, Mastercard, American Express o PayPal. Suena a rutina, a herramientas indispensables del día a día, pero conviene recordar un detalle que pasa desapercibido: todas ellas son empresas de Estados Unidos. Imaginemos, solo por un instante, que un presidente norteamericano decidiera, por razones políticas o comerciales, ordenar la retirada de sus servicios de Europa. Sería el equivalente a cortar la luz de repente en una gran ciudad: el caos aparecería de inmediato. Comercios sin poder cobrar, turistas bloqueados en hoteles, millones de ciudadanos sin acceso a sus cuentas, bancos sin margen de maniobra. El dinero electrónico, que tanto se nos ha insistido en utilizar, quedaría paralizado de la noche a la mañana.

Miguel Sanchíz

LA ESCENA PARECE APOCALÍPTICA, PERO NO ES DESCABELLADA. Las decisiones de Washington, a menudo tomadas en clave interna, tienen efectos que se expanden como ondas en el agua por todo el planeta. Y Europa, por mucho que presuma de autonomía política, sigue mostrando en este terreno una dependencia preocupante. Pienso en la señora que paga la compra con su tarjeta de débito, en el autónomo que pasa la factura con un TPV, en el viajero que alquila un coche en otro país europeo… todos quedaríamos súbitamente atrapados en un sistema colapsado. ¿Cuántas horas soportaría la economía europea sin medios de pago electrónicos? Quizá algunas jornadas, a lo sumo, antes de que el pánico se extendiera y los bancos se vieran obligados a improvisar soluciones de emergencia. En ese hueco, los tiburones de Asia ya estarían esperando. Empresas chinas y japonesas llevan años expandiendo sus sistemas de pago: UnionPay, Alipay, WeChat Pay, Rakuten Card… Son gigantes que conocen el mercado y que no dudarían en lanzarse a ocupar el espacio vacío. Europa pasaría de depender de Estados Unidos a depender del Extremo Oriente, con la diferencia de que en este último caso la opacidad y el control estatal añaden otra capa de inquietud.

SERÍA, EN DEFINITIVA, UN SALTO DE LA SARTÉN AL FUEGO. La UE, que tantas veces ha hecho bandera de la soberanía digital, se encontraría ante la cruda evidencia de que no dispone de una red propia de pagos. Y lo que es peor: descubriríamos demasiado tarde que la arquitectura financiera que sostiene nuestro consumo cotidiano está construida con piezas prestadas. No hace falta ser economista para entender las consecuencias. El turismo europeo –que vive del pago con tarjeta de visitantes de todo el mundo– se vería inmediatamente paralizado. El comercio electrónico, motor de las nuevas generaciones, quedaría en suspenso. Y el pequeño comercio, al que tanto se le ha pedido que incorpore terminales de pago, se vería de repente empujado a un regreso forzoso al efectivo. Paradójicamente, ese caos también pondría de relieve la importancia del dinero físico. El billete y la moneda, que algunos daban ya por condenados a desaparecer, reaparecerían como salvavidas. De pronto, el gesto de llevar un billete de 20 o 50 euros en la cartera volvería a ser más que una costumbre: sería un acto de prudencia.

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