«No hay lugar en el mundo que me haya conmovido tanto como Montserrat. La primera vez que subí a la montaña comprendí que aquello no era una simple elevación de roca ni un capricho geológico. Era un lenguaje de Dios esculpido en piedra, un misterio mineral que apunta hacia el cielo con la misma fuerza con que las plegarias ascienden desde el corazón humano».

MIGUEL SANCHIZ. (Majadahonda, 29 de agosto de 2025). Montserrat: la montaña que habla con Dios. Ante la Moreneta, el viajero descubre que la fe no es un refugio sentimental, sino una fuerza que transforma la vida y une a los pueblos en torno a María. No hay lugar en el mundo que me haya conmovido tanto como Montserrat. La primera vez que subí a la montaña comprendí que aquello no era una simple elevación de roca ni un capricho geológico. Era un lenguaje de Dios esculpido en piedra, un misterio mineral que apunta hacia el cielo con la misma fuerza con que las plegarias ascienden desde el corazón humano. En Montserrat, uno siente que la naturaleza se vuelve templo, que el aire lleva consigo una vibración distinta, como si la montaña respirara oraciones. La “Moreneta”, la Virgen de Montserrat, preside desde su camarín con un gesto que mezcla ternura y firmeza. No es la dulzura frágil de una madre idealizada, sino la presencia firme de quien protege con fuerza, de quien acompaña en los momentos oscuros, de quien sabe que la vida humana está hecha de luchas y dolores, pero también de esperanzas que se abren paso como la luz en la grieta de la roca. Al mirarla, entendí que la fe no consiste en cerrar los ojos a la realidad, sino en abrirlos con más intensidad, confiando en que esa mirada profunda es sostenida por alguien más grande que nosotros.

«Salí de Montserrat con una certeza interior: allí, en lo alto de esa montaña que toca el cielo, Dios nos habla en lengua materna»

MONTSERRAT NO ES SOLO UN SANTUARIO. Es un camino espiritual. Los monjes benedictinos que lo custodian no han levantado un museo ni una reliquia muerta, sino una liturgia viva que late en cada rincón. La música del “Virolai” resuena como un eco ancestral, y cuando los niños de la Escolanía entonan sus voces limpias, parece que el alma de la montaña se hace audible. Cada nota abre un resquicio al misterio, como si la belleza musical fuese otra forma de oración. Caminar por los senderos de Montserrat, entre riscos afilados que parecen dedos señalando el infinito, es experimentar la frontera difusa entre lo natural y lo sobrenatural. La montaña no solo impresiona por su aspecto extraño, casi mágico, sino porque transmite una fuerza espiritual que uno no sabe explicar del todo. Allí comprendí que la fe no es una idea que se aprende en los libros, sino un acontecimiento que nos encuentra en lugares y momentos inesperados. La multitud de peregrinos que acuden a ver a la Moreneta lleva consigo la diversidad de las vidas humanas: unos piden por la salud de un hijo, otros por un trabajo, otros por la paz del mundo. Algunos suben en silencio, otros con lágrimas, otros con cánticos. Pero todos, al llegar, se arrodillan ante la misma imagen, como si las diferencias quedaran suspendidas en la presencia de la Virgen. Hay algo profundamente humano en ese gesto colectivo: la certeza de que nadie está solo, de que todos compartimos la misma fragilidad y la misma esperanza.

«No es la dulzura frágil de una madre idealizada, sino la presencia firme de quien protege con fuerza».

HE PENSADO MUCHAS VECES EN EL PORQUÉ DE ESA FUERZA ESPIRITUAL QUE EMANA DE MONTSERRAT. No creo que se explique solo por la historia, ni por la geología, ni por el arte que allí se concentra. Se explica porque en ese lugar se cruzan tres misterios: el de la creación, el de la belleza y el de la fe. Y cuando esos tres misterios coinciden, el corazón humano se abre de un modo nuevo. Recuerdo un instante en particular. Estaba frente a la Virgen, rodeado de peregrinos desconocidos, y sentí un silencio interior tan profundo que parecía detener el tiempo. No pedí nada concreto, no recité palabras ensayadas. Simplemente me dejé sostener. En ese momento entendí que la fe es más confianza que certeza, más abandono que control. No es tanto tener respuestas, sino descansar en la presencia de una Madre que nunca abandona.

«No se explica solo por la Historia o el Arte»

MONTSERRAT ME ENSEÑÓ QUE LA FE NO ES UN REFUGIO SENTIMENTAL, sino una fuerza que transforma la vida. La Virgen negra, con su Niño en el regazo, me habló del misterio de la maternidad divina y, a la vez, de la dureza y la ternura que toda madre encarna. Es una Virgen que ha visto generaciones pasar, que ha acogido alegrías y desgracias, que ha escuchado promesas y lamentos, y que sigue allí, inmutable, ofreciendo consuelo y fortaleza. Salí de Montserrat con una certeza interior: allí, en lo alto de esa montaña que toca el cielo, Dios nos habla en lengua materna.

«La “Moreneta”, la Virgen de Montserrat, preside desde su camarín con un gesto que mezcla ternura y firmeza».

LA MORENETA ES UN RECORDATORIO DE QUE LA FE CRISTIANA TIENE ROSTRO DE MUJER, DE MADRE, DE TERNURA INDESTRUCTIBLE. Y comprendí también que la devoción mariana no es un añadido secundario, sino el modo más humano y más completo de acercarnos al misterio de Cristo. Por eso hoy, al recordar aquella experiencia, quiero dejar escrito un acto de fe. No solo en la Virgen de Montserrat, sino en todas las advocaciones marianas que, como estrellas en el firmamento, iluminan la noche de nuestra historia: Fátima, Lourdes, Guadalupe, el Pilar, la Almudena, Covadonga, el Perpetuo Socorro y tantas otras. En todas ellas reconozco la misma presencia maternal que me sostiene y me guía. Y confieso, con la simplicidad del creyente, que me fío de María, porque ella siempre conduce hacia su Hijo.

Majadahonda Magazin