Vicente Araguas ante los restos de su admirado Papa Juan XXIII: «El Papa Francisco pidió ser enterrado en la Iglesia de Santa María la Maggiore, espero que lo cumplan. Santa María, tan española que hasta tiene a Felipe IV en su atrio. Y cuenta con subvención anual de nuestras arcas. Por cierto, que a los dos Borgia, Calixto III y Alejandro VI, no los quisieron en el Vaticano y los llevaron a una iglesia del Trastévere».

VICENTE ARAGUAS. (22 de abril de 2025). Roma, donde estuve una vez más en los días postreros de Francisco, es católica, apostólica y romana. Sobre todo, romana. Centro y sede del culto que une a tantísimos humanos. Algo así como La Meca de los musulmanes. O el Santiago de Compostela para caminantes convencidos de la verdad machadiana e, incluso, de aquel «On The Road» de Jack Kerouac: la mística tan versátil como la vida misma. Por lo que el Papa, cualquiera que lo sea, es una institución «per se». Un intocable. Aun así hay algunos más dignos de culto ya en vida. El que más, de los recientes, Angelo Roncalli, Juan XXIII, su momia visible en la Basílica de San Pedro. El que, ya muy anciano, quiso renovar la Iglesia, Vaticano Il, pero con aquella máxima de: «Hermanos, buscad lo que une más que lo que separa». Innecesario recordar que religión viene de «religare»: reunir. Juan XXIII es el Papa de mi niñez, desde luego, católica, y tengo hacia él un infinito afecto. Juan Pablo II, ariete en la caída del comunismo, fue tan inamovible en asuntos tocantes al dogma, como abierto en temas socio-políticos. De ahí su visita a la Cuba de Fidel Castro o su rechazo al trío de las Azores. A Ratzinger, francamente, no le perdono que tratase de Anticristo a Bob Dylan, cuando su predecesor en el Papado lo invitó a cantar en el Congreso de Bolonia. Un sansirolé acaba de llamar Anticristo al recién fallecido Francisco glosando un artículo mío en Majadahonda Magazin, coreando al sector más carcunda del catolicismo hispano, semejantes a las beatorras que oraban por la conversión de León XIII, el Papa de la «Rerum Novarum». Lo que me lleva a pensar qué grande fue Bergoglio, reabriendo las puertas vaticanas, haciendo que el aire fresco y razonado a la manera argentina, airease púlpitos y sotanas. Eso, a quienes seguimos llamándonos católicos a pesar del nacionalcatolicismo que sufrimos de niños y adolescentes, no deja de llamarnos una atención positiva. La Iglesia o es de todos o acabará no siendo de nadie.

Vicente Araguas tras haber recorrido el «Camino Inglés», alternativo al de Santiago, que ha popularizado desde Majadahonda en varios de sus artículos

A los romanos, francamente, ni fu ni fa. «Roma locuta causa finita» [«Roma ha hablado, el caso está cerrado»]. Y Roma hace mucho que dejó de hablar de un tema que domina para convertirse en algo semejante a un inmenso pesebre, para los que viven del turismo incesante. Ojo: sigue siendo un lujo que el «Éxtasis de Santa Teresa», Bernini, o el «Moisés» de Miguel Ángel, o el «Tríptico de San Mateo», Caravaggio, cada uno en su iglesia, sean espectáculo gratuito. Roma, también, generosa. Como el Papa Francisco, cuya muerte me sorprende en la República Checa, espléndidos templos y universidades de origen jesuítico. Como el gran Jorge Bergoglio. Ejerciente en la sede de la Compañía en Alcalá de Henares. Quien me ha devuelto ese calorcillo metódico y tibio que tenía medio escondido. Y por quién, en el aeropuerto de Praga, estoy rezando mi oración o poema. Todo lo mismo. Yo también, ahora, católico, apostólico y romano. Sí.

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