Crescencio Bustillo junto a unos compañeros de trabajo

CRESCENCIO BUSTILLO. El censo de habitantes del pueblo era de unos 1.200 a 1.300, que representaban a 300 y pico de vecinos o cabezas de familia. Entre estos había pocos forasteros, alguno que otro solía llegar rodado, alguno se avecindaba allí, y otros estaban más o menos de paso. Por eso la mayor parte de la población estaba arraigada allí, por tradición de varias generaciones. Por eso no era de extrañar que hubiera familias larguísimas, que ciertos apellidos fueran numerosos y que en muchas situaciones, riñas, elecciones, bodas y otros diferentes motivos, dejaran sentir su peso. El carácter general de la gente del pueblo era abierto, bullanguero, sin grandes complejos, pues los problemas internos de cada uno en muchos de los casos los resolvían en consulta con los demás. Quizás un poco abrutados sobre todo en el hablar, así como en refinamiento ante los de la capital, pero eran nobles, sencillos, sin retorcimientos, ni “mala uva”. En los casi treinta años que viví allí pocos casos contados han dado lugar a sucesos en que tuviera que correr la sangre, ni hechos delictivos que pudieran poner en entredicho la honradez y conducta de sus habitantes.


Esto no quiere decir que no hubiera raterías o peleas, pero estas eran más ruidosas que otra cosa, sirviendo muchas veces para divertir a los que las presenciaban. Después de pelearse, en muchos de los casos se reconciliaban mutuamente, olvidándose enseguida de los agravios que de palabra se habían dicho, conviviendo de nuevo como si no hubiera pasado nada. La mayor virtud de la gente del pueblo, sin excepción, era su amor al trabajo. Cada uno en su oficio o tarea que tuviera entre manos ponía toda la ilusión en hacerlo lo mejor y antes posible. Allí no había vagos y si algún hombre o mujer tenía esa debilidad se le criticaba duramente, haciéndole avergonzarse de su proceder. Por este motivo en el pueblo, por muy mala que se hubiera presentado la cosecha u otros reveses que hicieran crear crisis de trabajo y como tales, llevando consigo estrecheces y miserias en la gente más modesta, nunca se cocía el hambre del todo. Ni los más necesitados por número de hijos, ni aquellos otros aquejados de dolencias pesadas y prolongadas en sí, o en sus familiares, llegaban en su infortunio a tener que pedir limosna, pues siempre había algo con que emplearse para no tener que llegar a ese extremo.

Era interesante ver la diferencia que había en estos casos entre los hogares humildes de los pueblos vecinos y Majadahonda. Cuando había crisis de trabajo, en los inviernos sobre todo, que se semi-paraban las obras de la construcción y las fábricas, pueblos como Pozuelo, Aravaca y Las Rozas que eran mucho más ricos sobre el papel, tenían legiones de obreros parados que no sabían hacer otra cosa que tomar el sol, pasando hambre y calamidades sin fin. En cambio, en el pueblo nadie se estaba parado. Los hombres como las mujeres se echaban fuera de su casa bien temprano por las mañanas, desafiando las inclemencias del tiempo, lo mismo a por bellotas, que a por leña. Otras veces a la caza y si no traían el jornal completo, como de costumbre lo traían mermado, a su casa siempre llegaba algo, dinero o especies, que le permitían salir honradamente adelante, en aquellos momentos de dificultad.

Majadahonda Magazin