
«No pretenderá explicar a Javier Fernández sin su familia», había avisado Jorge Serradilla, aquel jugador de waterpolo, aquel soñador al que Javier Fernández conoció cuando eran externos en la residencia Blume de Madrid y un día, de golpe, lo convirtió en su representante. «No sé si el éxito nos hace mejores o peores personas, pero es verdad que cuando nos proponemos nuevas metas y no se cumplen nos enfadamos con el mundo, porque eso forma parte del deporte y del mundo», explica Javier Fernández, que ya no desconfía de la presión. «Al contrario, la necesito». Y no tiene más que recordar este Mundial de Boston, «donde no podía ni entrenar el día anterior a la final, tuve que ser infiltrado y el talón de Aquiles no me dejaba ponerme ni la bota que es mi herramienta de trabajo”. Pero entonces fue como si volviese al pasado, a la primera vez que vio la nieve en Toronto y a no asustarse frente a la nieve, a abrigarse, eso sí, «como una cebolla» y a elegirla hoy, a 10 días de cumplir 25 años, como «la pionera de mis llantos e ilusiones», imprescindible la nieve el día que escriba sus memorias y recuerde esa primera vez: «No sé si sentí miedo, emoción o ganas». Y ya no lo sabrá nunca, porque no quedan voces con las que contrastarlo. «Nunca en mi vida he escrito un diario. No tengo ese hábito», explica hoy, doble campeón del mundo, capaz de ajustar cuentas con el dolor, extraviado quizá desde aquella vez que escuchó decir de él, «es como si Messi hubiese nacido en Indonesia», y todavía hoy se le encienden los ojos, y la sonrisa, y la vida.
En realidad, siempre hay días que le recuerdan a uno quién fue como «las bromas de mamá, que son un clásico”. Quizá porque esta conversación no busca presumir, sino recordar. Y, si acaso, presumir de una madre, Enriqueta, la suya, la que tira del carro, cartera de Correos, y Javier, que mete la bicicleta en el autobús los días en los que hace más frío en Toronto en el autobús para ir o volver de entrenar y no subir la cuesta de regreso a casa, no se olvida. Quizá porque es imposible olvidar, el humilde piso de 70 metros cuadrados de Cuatro Vientos, las tres habitaciones, una de ellas la suya en la que empezó todo y ver que ni siquiera eso le aleja del personaje que es hoy. Un tipo con casi 50.000 seguidores en Twitter, donde, por cierto, escribe tantas veces en castellano como en inglés, hombre de mundo. “Tengo que escribir algo en inglés”, justifica, “porque tengo muchos fans en Japón, Rusia, Estados Unidos…, y tengo que hacerles un guiño de vez en cuando. Pero el hecho de escribir en inglés no significa que me aleje de España, no, para nada; yo no puedo dejar de ser español ni dejar de saber lo que pasa en España ni de leer nuestros periódicos. El tiempo ha pasado rápido, desde los 17 años, pero yo sigo diciendo que como en casa no hay nada”.
Hoy, calado hasta los huesos por el éxito, doble campeón del mundo, la memoria forma parte de sus madrugadas. “De la España que yo me marché quizá no había tanta incertidumbre política como ahora , pero sí recuerdo que se iniciaba esta crisis que tanto nos sacudió a todos”. Y aunque él hoy tenga un empleo fijo, la felicidad no sólo depende del triunfo, sino de los días que llevan al triunfo en los que aprendió que «la perfección no existe». Algo que puede captar nada más abrir el buzón de su casa en Toronto, «donde sólo hay propaganda», protesta. «Pero es que esto es así», añade. «La perfección no existe ni dentro ni fuera del hielo, aunque por suerte yo soy muy cabezón. Siempre busco algo distinto y hasta que no lo logro… Claro que me enfado conmigo mismo”. De lo contrario, no sería posible estar aquí ni sobrevivir, como logró, aquel día en el que hizo -17ºC en Toronto ni al dolor, infiltrado, este fin de semana en Boston, uno de esos momentos que no acostumbra a repetirse. “Quizá ahora mis triunfos parezcan fáciles, pero no, no lo son. Yo mismo me meto mucha presión. Vivo con mucha presión. Me he acostumbrado a vivir así. Sé que tengo que esforzarme al máximo para que mis ejercicios sean limpios».







