Una persona del medievo ajusticiada con una estaca en el corazón

GREGORIO Mª CALLEJO HERNANZ*. Una antigua sentencia rigurosa y cruel, me permite hoy hacer una digresión sobre el papel de las víctimas en la ejecución de sentencias penales: Ciudad libre de Argovia, en la actual Suiza, siglo XV. Una doncella ha sido violada. La sentencia dictada contra su agresor, tan descriptiva y recreada en lo ritual como era frecuente en la Edad Media, fue de este tenor: al condenado “se le debe conducir al lugar de las ejecuciones, allí arrojarlo vivo y atado en una fosa y ponerle una estaca o palo aguzados sobre el pecho, en el sitio de su impúdico corazón; luego la persona perjudicada, sin perjuicio ni daño para su honor puede dar, si quiere, los tres primeros golpes con todas sus energías y fuerzas, dejando después su cuerpo en la fosa y cubriéndolo completamente de tierra hasta el borde para que con eso no pueda nadie más ser violado por él y todo el mundo quede espantado. Y la persona violentada a causa de haber ocurrido el hecho contra su voluntad… no debe ser menospreciada o deshonrada por nadie, sino ser apreciada y tenida por persona piadosa, honesta e inocente de este acto”.


Grabado medieval sobre la pena de violación y adulterio

He aquí una pena cruel, inaceptable en una sociedad civilizada configurada conforme a los principios de la Ilustración. Contiene elementos característicos de las penas medievales, llenas de símbolos y significados. Se esconde para siempre al malvado bajo la tierra, para que no pueda siquiera su alma exhumarse. Se castiga con una estaca afilada el lugar en el que se residencia su maldad, “su impúdico corazón”. Hay algo, pese a su terrible rigor, que nos conmueve. El juez de Argovia ordena proteger a la víctima. Ordena que sea siempre respetada y deja claro que nadie puede despreciarla, algo que tantas víctimas de nuestros días han echado de menos. Le invita incluso a descargar su ira y su odio sobre el corazón del malhechor. Es sólo una invitación a la participación en la ejecución de la sentencia. Si la mujer no desea clavar la estaca, el trabajo lo hace el verdugo. La sentencia contiene además una teleología específica, una finalidad penológica bifronte. La primera causar una intimidación suficiente en los ciudadanos, lo que llamamos los juristas prevención general; la pena sirve para que todos sepamos a qué atenernos si cometemos un delito. En su contenido y forma propia del medievo lo dice muy claramente el juez de Argovia: “…y todo el mundo quede espantado”. El miedo a la consecuencia evita nuestra eventual opción por el delito.


El suplicio de Damiens

En segundo lugar expresa con claridad algo que ya es propiamente del condenado, la llamada prevención especial, en este caso en su versión inocuizadora “… con eso no pueda nadie más ser violado por él”. El condenado no volverá a delinquir jamás. La ejecución, normalmente sólo reservada al verdugo, como horrenda figura encarnadora del trabajo sucio de lo público, se comparte aquí con la víctima. Queda así un vestigio del mundo antiguo, cuando el Estado más que castigar se limitaba a permitir el castigo por el clan o el grupo ofendido, cuando legitimaba la venganza privada. Después de la Edad Media, en la Edad Moderna, con la consolidación del Estado como forma política y de las monarquías absolutas como su encarnación, el delito pasa a ser un ataque directo al Rey. Por eso la desproporcionada respuesta penal a los crímenes más graves, como magníficamente nos contó Foucault en las primeras páginas de Vigilar y Castigar, en su exégesis del terrible suplicio de Damiens. El delito, como daño al Rey precisa de una respuesta contrafáctica mucho más rigurosa que el propio delito.

Nadie puede osar dañar al Rey y la respuesta del Estado-Rey es implacable. Se comienza pues a apartar definitivamente a la víctima de la ejecución penal. “Más que todo aquello y castigos mayores merecían mis culpas, por otras ofensas contra su Majestad cometidas”, nos dice el Guzmán de Alfarache, sin poner en cuestión por lo tanto que la ofensa por el delito lo es al Rey, cosa indiscutida en la época. De manera muy precisa lo contaba el propio Quevedo en “La Hora de todos. La Fortuna con seso”, donde critica la composición y la negociación en las penas, ordenando la diosa Fortuna (que ha venido a la Tierra a hacer justicia) ahorcar al que había sido perdonado por el ofendido, “A este que libráis porque le perdonó la parte, ahorcaréis mañana”. Lo interesante no es, lógicamente lo abrupto de la solución jurídica, sino la clara percepción del carácter público de lo punitivo, de la imposible privatización del derecho a castigar:“Dos partes hay en todas las culpas públicas: la ofendida y la justicia”, y con gran intuición indica “y es tan conveniente que ésta castigue lo que le pertenece, como que aquella perdone lo que le toca”, adelantándose Quevedo de este modo a axiomas básicos del derecho procesal penal. Nos dice Quevedo que la víctima sólo puede perdonar o transigir sobre lo que es suyo, no más.
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Santiago Alba Rico

Así pues, por diferentes razones, la víctima va perdiendo protagonismo en el proceso penal, y especialmente en la ejecución penal. Definitivamente, con los sistemas penales modernos, la víctima desaparece de la misma. Así, en nuestra Constitución y en la Ley Orgánica General Penitenciaria, la finalidad fundamental de la ejecución penal está orientada a la resocialización. En la Sentencia de Argovia esa “prevención especial” sobre el reo se lleva a cabo con su eliminación. Nosotros intentamos llevar a cabo tal prevención, como dice la LOPG, tratando de hacer del penado una persona capaz de llevar una vida sin delito. Y en ese propósito la víctima no podía tener participación. Por una razón: por el principio de imparcialidad. La víctima, por definición, es parcial. Lo ha dicho de modo muy gráfico Santiago Alba Rico en un reciente artículo: “Se comprende, desde luego, que las víctimas o sus parientes, desde su dolor sin consuelo, piensen en los asesinos con rabia homicida y deseos de venganza. Es lógico y es humano. Pero precisamente por eso forma parte de “nuestros valores” el que los códigos penales no sean redactados por las víctimas ni desde el punto de vista de las víctimas”.

Pero, siendo esto cierto, donde erró nuestro moderno sistema penal fue en que confundió la aplicación de principios llenos de sentido y tocantes a la participación de la víctima en la ejecución penal con su absoluto desamparo. Todos conocemos (en un ejemplo muy común) el suplicio de las familias de los fallecidos por el terrorismo etarra, o la frialdad y el desprecio con la que eran tratadas las mujeres víctimas de delitos sexuales no hace tanto tiempo. Nuestro juez suizo del siglo XV resultaba así de una modernidad inimpugnable en su imperativo de que la víctima fuera protegida y estimada por la comunidad. De ahí que la moderna legislación europea y española (significadamente la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género y la más moderna Ley 4/2015 de Estatuto de la Víctima del Delito) hayan puesto en marcha una serie de medidas de protección económica, asistencia social, psicológica etc absolutamente loables.

Sin embargo, estoy menos conforme con las facultades que vuelven a dar a la víctima en la ejecución penal, pudiendo recurrir las resoluciones de los jueces de vigilancia penitenciaria, incluso con efecto suspensivo (como en el caso de la libertad condicional). Es decir, si se recurre la resolución que concede una libertad condicional no puede llevarse a cabo la misma hasta que se resuelva el recurso. Yo, imaginándome como eventual víctima de un delito, no creo que pudiera estar jamás conforme con la libertad condicional de mi victimario. Mi posición como víctima me permite subjetivamente obviar la resocialización, la reinserción y me permite incluso ejercer el derecho de odiar. Soy víctima y por supuesto que en esa posición no puedo (ni posiblemente quiera) ser imparcial. Afortunadamente pasó el tiempo en el que el juez nos ofrecía la estaca para atormentar al condenado, y afortunadamente estamos asumiendo la necesidad de reparación de todo orden a la víctima, pero es necesario advertir que no se adecúa a nuestros principios constitucionales, a los valores que rigen nuestro ordenamiento penitenciario esa excesiva participación de la víctima en la ejecución penal. *Gregorio Mª Callejo Hernanz es magistrado en Majadahonda y escritor.

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