CRESCENCIO BUSTILLO. Hemos hablado de guardas jurados y en relación con estos señores, sin que ellos llegaran a enterarse, nosotros –que entonces éramos jóvenes–L inventamos la “Carrera del Señorito”. Y fueron varios los que picaron en ella. Consistía en que cuando venía de visita al pueblo algún personajillo, que se hacía pasar por más listo que los demás, invitarle a comer: higos, uvas, melones, sandías, todo lo que daba el campo por aquellas fechas de final de verano. La aventura era tentadora, se iba de noche burlando a los guardas jurados según les decíamos, pero haciendo resaltar que en caso de ser cogidos por estos, eran muy brutos, por lo que había que correr y no dejarse coger. La trama consistía en llevarles a un sitio determinado, que probara los higos, las uvas en la viña, etc. Y cuando más entusiasmado estaba, se presentaba el guarda, que no era tal, sino uno que se prestaba al juego. Se daba entonces la voz de alarma: «¡El Guarda!”. A esa voz se salía corriendo y el que hacía de guarda se lanzaba tras el forastero, “señorito”, pero dándole margen para que fuera siempre unos veinticinco o treinta metros por delante, a fin de que corriera cuanto más mejor. Y también para que no conociera al usurpador.


Crescencio Bustillo

Como era de noche, en la oscuridad, se caían y se levantaban con los accidentes del terreno, rompiéndose a veces la ropa y arañándose las manos y el cuerpo en su huida. Y para colmo de su desespero, no sabían dónde se encontraban, pues desconocían el terreno y no tenían la menor idea de cómo orientarse. Más de uno tuvo que esperar a que llegara la mañana para orientarse, mientras los demás comentábamos las incidencias. La carrera les servía de lección para no ser tan presumidos después del cansancio a que se habían visto sometidos.

También arremetíamos contra los borrachos. Había muchos y, como es de suponer, muy pesados. Reconozco que hacíamos gamberradas con ellos pero debido a estas se fueron escondiendo y al poco tiempo no se veía un borracho por las tabernas. Y menos por la calle dando lamentables espectáculos. Sin maltratarlos de palabra u obra, nos burlábamos de ellos con palabras irónicas, cuando no con medias vueltas, haciéndoles bailar aunque no tuvieran gana. Otras veces los enfrentábamos entre sí, todo esto en medio de un gran jolgorio. A los más recalcitrantes los llevábamos al pilar de la fuente y los metíamos la cabeza dentro del agua. Total que cogieron miedo y se hicieron más prudentes, pues a la vista ya no se les veía borrachos.

Unas de las costumbres más arraigadas por allí en Castilla con respecto a los muertos son las lamentaciones de los familiares durante el velatorio. Estas se recrudecen al sacar el muerto a la calle, camino del cementerio. Hay sitios que pagan “plañideras” para que, mientras estaba el difunto en casa, se escucharan toda clase de lamentaciones alusivas a la vida que había llevado el difunto. Hubo un entierro que se salió de lo normal y que dio lugar a la siguiente anécdota:

El difunto era mujer, por tanto era difunta, se llamaba Mauricia, de edad ya avanzada, por lo que tenía un sinfín de hijos y sobre todo de nietos. Estos nietos algunos ya eran mayores, mozalbetes. Y al lado de estos últimos iban sus amigos como haciendo un favor con su compañía. Entre estos amigotes estaba el Ubaldo, un muchacho “tartajoso” e ignorante que se prestó a acompañar a su amigo en el duelo. Cuando sacaban a la muerta a la calle de su domicilio, el griterío que se formó fue descomunal, con voces tan variadas como estas: «¡Hay mi madre!, ¡Hay mi tía!, ¡Hay mi abuela!». El pobre Ubaldo, como no tenía ningún parentesco por quien clamar, se arrancó con este slogan: «¡Ha…Ha…Hay, la…la…abue…abue…buela de es… Este!… Hay… hay…”. La gente, al oír esta salida fuera de lugar, se olvidó del duelo y cambio la seriedad por la risa, sirviendo de comentario para el presente y para el futuro.

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