JOSÉ Mª ROJAS CABAÑEROS. Dice el escritor chino Yan Lianke, perseguido en su propio país, “que cuando esta epidemia acabe nos quedará la memoria”. He estado más de 70 días sin salir de mi domicilio, no he añorado el exterior (salvo por la imposibilidad de ver algún ser querido) pues he permanecido inmerso en lecturas, escritura y en ese palabro que se ha puesto de moda: “teletrabajo”. El aislamiento suele incrementar la creatividad: Martin Heidegger lo experimentó en la cabaña de la Selva Negra, de donde surgieron las principales piezas de su “corpus intelectual”, Ernst Cassirer desarrolló su teoría filosófica de los símbolos en la soledad de la biblioteca Warburg, Giovanni Boccaccio basó el “Decamerón” en la peste negra que arrasó Florencia en 1348 y Honoré de Balzac usó el confinamiento para la escritura de sus principales novelas. Otros sin embargo, optaron por el retiro tras llegar al zenit, como J. D. Salinger, que se aisló del mundo tras publicar “El guardián entre el centeno”. O Ludwig J. J. Wittgenstein, que después de iluminar la filosofía de principios del siglo XX con su “Tractatus logico-philosophicus”, decidió retirarse temporalmente unos años como maestro de pueblo en las montañas de Austria.


Jose Mª Rojas

Hace unos días decidí pasear, en las franjas horarias aprobadas, en preparación hacia ese oxímoron de la “nueva normalidad” (si es nueva no puede ser normal y si es normal tampoco será novedosa). No es que sea un entusiasta, como Thoreau o el mismo Heidegger, del paseo como acicate del pensamiento, pero intento llevarlo con cierta dignidad pese al antifaz de la mascarilla. Caminar solo, acompasando ritmo de zancada e ideas, permite observar con calma nuestro entorno (eso que llaman “slow life”), mientras se divisa a quien viene de frente, planeando un regate de separación. Porque, y ese es el problema, aunque ando por las calles sigo distanciado, sin hablar con nadie. No sé cuánto me durará ésta secuela, pero es una herida complicada de cicatrizar. El ser humano es una animal social que necesita de modelos para guiarse y, si ese objeto a seguir es ejemplar, fundamenta la base ética, desde Spinoza a Javier Gomá, pasando por Kant.

El problema es que ese círculo virtuoso tiene su némesis en la imitación rutinaria de lo incorrecto, aquello que Hannah Arendt definió como “la banalidad del mal”. Hannah Arendt (de la que en el último Babelia-El País hay una interesante reseña), lo elaboró tras asistir en Jerusalén de 1961, como corresponsal de The New Yorker, al juicio del nazi Adolf Eichmann. Dejando a un lado las controversias por su valoración de ese juicio, la principal aportación es la idea de que el mal puede ser obra de gente normal, de aquellas personas que renuncian a pensar para abandonarse a la corriente que impera, a la voluntad de su jefe o a la disciplina del partido. La misma Arendt (discípula y amante durante un tiempo de Heidegger) lo sufrió personalmente como judía y lo plasmó en su principal obra “Los orígenes del totalitarismo”, donde describe la confusión entre hechos y opiniones que sirven de cemento al seguidismo acrítico de todos los populismos de izquierda y derecha.

¿Se puede aplicar el concepto de “banalidad del mal” a muchos de los errores y graves decisiones/omisiones acaecidas en España antes, durante y ahora en esta crisis sanitaria? Tal vez la mezcla de incompetencia, necedad y rutinario seguimiento, sin sentido racional, expliquen cómo se dejó morir a tantos ancianos en las residencias de mayores y se abandonó a los sanitarios sin protección. Tal vez la falta de liderazgo democrático de muchos de nuestros políticos y su ejemplo en negativo, llevan a que rutinariamente algunos se salten las medidas de seguridad y surjan nuevos casos. Tal vez el exceso de tendencia epicúrea lleva a banalizar el riesgo y tal vez deberíamos tener una clase política más ejemplar, pero eso no es un eximente, pues como la misma Arendt apunta, siempre existe la responsabilidad individual de hacer lo correcto.

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