FEDERICO UTRERA. El estreno de “Mi Princesa Roja” en la platea de la Casa de la Cultura Carmen Conde de Majadahonda (Madrid) resultó grandioso por la polémica que lo acompañaba y que le restó interés artístico aunque le proporcionó indudablemente bastante publicidad. Todo el estruendo político y mediático suscitado recordaba aquella primera representación del “Electra” de Galdós, donde el arriesgado público que se atrevió a acudir temía que pudiera pasar “algo”. No pasó nada –salvo la magia pulmoníaca del teatro de la que hablaba Ramón Gómez de la Serna– y de ahí que la recompensa a la representación fuera un pase inolvidable, que en Majadahonda y zona oeste de Madrid adquiere tintes casi históricos por la escasez de precedentes. Corazones latiendo a toda velocidad, como en los recitales de poesía de Leopoldo María Panero, los montajes de Boadella y Els Joglars, o los documentales de Isaki Lacuesta.
El dramaturgo Fernando Arrabal me contó una vez en su casa del Distrito 17 de Monceau, donde presenté su libro “¡Houellebecq!” (otro par de heterodoxos), que asistiendo a las tertulias de Roland Topor en París, junto a Ionesco y otros célebres del teatro del absurdo, el autor de “Un invierno bajo la mesa” sorprendió a su entonces joven e improvisado auditorio diciendo que él todas las mañanas salía a cazar dragones. “Los dragones no existen, señor Topor”, le replicó una joven admiradora. Y el genio sentenció: “los dragones son los prejuicios”. Autores como Drieu La Rochelle, Ezra Pound, o incluso Quevedo, políticamente inadecuados por sus simpatías ideológicas, son una delicia solo apta para paladares exquisitos y ausentes de apriorismos. ¿Eran conservadores radicales? En la misma medida que genios. Y el listón en ambas facetas lo ponen bastante alto.
El propio Juan Goytisolo, Premio Cervantes e igualmente heterodoxo desde el otro lado, reivindica al filonazi Céline por su autenticidad subjetiva, mezcla de realidad y fantasía, indagación creadora y experiencia vital y así lo hizo notar en el libro que tuve el honor y el placer de editarle titulado “España y sus Ejidos”, que igualmente presentamos en Madrid, Barcelona o Tetuán sin controversia alguna. Una obra artística ha de juzgarse siempre con criterios estéticos, nunca políticos, que resultan tan feos como enjuiciar el deporte desde prismas ideológicos. No ocasiona ninguna escandalera que Cristiano Ronaldo admire al Papa Francisco, que Zidane practique el Islam o que el “Cholo” Simeone lamente la muerte de Fidel Castro, pero esa transversalidad sigue sin valer en política. Sí parece que el público y las encuestas la sancionan como sandez dogmática, tan propia del siglo pasado al que quieren anclarnos ideologías ya periclitadas de uno y otro signo.











