PAULA BERBELL. Toda España vive emocionada cada capítulo de la nueva serie de Telecinco “Lo que escondían sus ojos”, la novela de la periodista Nieves Herrero llevada a la televisión que narra los amores clandestinos de Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco, y Sonsoles de Icaza, Marquesa de Llanzol, fruto de la cual nació su hija Carmen Díez de Rivera, política socialista que fue secretaria de Adolfo Suárez. El drama ocurrió cuando Carmen Díez de Rivera anunció su matrimonio con Ramón Serrano Polo sin saber que ambos eran hermanos. Carmen se refugió en un convento, trabajó como cooperante en Costa de Marfil y se hizo política como su padre biológico, pero de signo contrario. MJD Magazin reproduce los artículos que el escritor Francisco Umbral escribió desde Majadahonda antes de conocerse esta intriga, de los que se desprende que ella le había confesado su secreto.


Umbral, Carmen Díez de Rivera y el Padre Llanos

Carmen: «Fue la presidenta rubia y virtual de un Gobierno en transición, fue el cerebro político de muchos políticos descerebrados, fue amiga mía. Andaba como buscando padre para aquella Santa Transición (y para ella). Tiene los ojos claros, de una dureza azul e inteligente, y cuando ríe le brillan hasta una blancura llena de clariver. Hablábamos de política, de lo mal que va todo, de lo de siempre. Uno ha querido envenenar a Carmen de literatura, pero la pasión de su sangre es la política. He estado con ella la otra tarde, en la casa que fuera de su madre, y sí que aquí alguien la llamaba “mi brujita”. Alguien. Carmen es hoy para mí la metáfora femenina de un agua limpia y democrática que luego se ha llenado de sangre y dólares. Carmen es la figura derribada de un país que nacía libre y ya ven. Carmen es para mí de agua y jabón. Y la esperanza, Carmen, la esperanza».

Carmen, verso y prosa: “Ana Romero publica unas memorias/confidencias que le hiciera Carmen Díez de Rivera en sus últimos tiempos. Ella quiso siempre permanecer a la sombra de la sombra política y luego pasar al olvido. Carmen, oro del hierro, eras eso que el hierro tiene de rubio a veces. Recuerdo tu voz fina que me habla desde un libro, recuerdo tu mirada sin amor ni ternura, pero sí algún olvido, azul desfalleciente, de cuando eras mi amiga, de cuando eras mi muerta. Carmen, muchacha lenta, mental como unos ojos, recuerdo lo que tengo, lo que nunca he tenido. Fuiste melena blanca y melena de fuego, cansadísimo fuego color de inteligencia. Cojo tus pies cansados, diste la vuelta al mundo y pienso en la agudeza con que, calladamente, fuiste hilando tu historia, novelón de tu vida, hasta dejarla pura, transparente y ligera como mano de monja, como mano de novia, como mano política que ejerció la belleza. «Tengo cáncer, pero mamá viene por aquí y me trae unos cruasanes. Con eso cumple y se va”. Niña bien hospiciana, inclusera y fascista, pero pronto sabría que aquello no era justo y empezaría a trenzar y destrenzar la gran novela corta de su vida.

A ella la había parido doña Carmen de Icaza con su prosa aseada para señoras bien. Carmen cruzó fronteras, religiones, políticas, hasta llegar a España, como virgen y mártir, por ayudar a un hombre que se parecía a Orestes. Por él lloró en mi casa, tendida en una alfombra, por él y cuando entonces y la marinería, que querían fusilarle por noble y comunista. Don Santiago Carrillo, nuestro Tierno Galván, bendito Padre Llanos con la boina del Ché, diciéndose a sí mismo la misa cotidiana, altarcito erigido sobre aquella olivetti. Carmen fue recorriendo, madrileña de abanico, todo el espectro político de la izquierda, y odiaba a Billy el Niño como a don Blas Piñar. Venía Carmen de un fascista inteligente, el más inteligente, y comíamos nuestros cocidos en Picardías, entre putas y señores de provincias. Luego huyó con su cáncer, eso es todo. Cierro aquí esta elegía, Carmen, la mano amiga, distingo entre la Historia y tu pequeña historia, gran político, que nos espera en Liria Cayetana, almuerzo con Jesús y para siempre. En la copa de un árbol, en El Viso, me esperabas a veces, al crepúsculo, estrella en mi verano tu amistad.

Crisantemos amarillos: “La otra mañana hemos enterrado a Carmen Díez de Rivera. El día era un galeón enorme varado en las aguas finales de noviembre. Luz purísima y cruel. Yo le he llevado a Carmen cuatro varas de crisantemos amarillos. Habían tapado el ataúd como cuando ella se velaba de secreto político, sentimental o femenino. Una corona de Joaquín Almunia, otra de los compañeros. Los crisantemos me han puesto las manos amarillas. Me lo dice Paca Sauquillo: “La última vez que te llamó me pidió que marcase yo. Le oía decirte las cosas más bellas y más dolorosas”. Sí, hace muy pocos días y recuerdo que me hablaba ya con una voz que no era de la vida. “Paco, necesito una flor, ver y tocar una flor. ¿Por qué necesito tanto, hoy, una flor?”.

Su rigor político era incompatible con la política, con eso que llamamos política y es sólo un casino con todas las ruletas trucadas. No es ella sola. Queda como un símbolo máximo, bello y silencioso de la ruptura que quiso hacer y no pudo. Era, y eso la atormentaba, la heroína involuntaria de una novela rosa, la mártir de un folletín, o de varios. Anduvo buscando padres por la vida (los que he citado y otros). Toda su política se explica como respuesta a otra política inversa y negra que vivió desde dentro. Su juventud, sus enfermedades, su libertad, más los libros que yo le daba y que apenas leía. Era la pasión política devorando un cuerpo adolescente, pasó por el poder y la gloria vistiendo siempre unos vaqueros. Vivía en la copa de un árbol. Carmen estaba dictando sus memorias. Debiera quedar en la galería del tiempo con grandes mujeres como su amiga Pasionaria. Me ha dolido tanto su vida, siempre, que ahora su muerte, tu muerte, Carmen, me ha dado paz. Ah Carmen, amarilla de luz entre mis manos”.

Majadahonda Magazin