VICENTE ARAGUAS*. (Majadahonda, 22 de mayo de 2024). “Me quedaré en España, compañero”. Tan cerca de Madrid, casi tan lejos entonces, la Guerra Civil (hay quien la llama incivil, pleonasmo puro, como las tristes guerras de Miguel Hernández, volverá a salir el inmenso oriolano) se cebó en Majadahonda. Alguien que volvió, niño majariego evacuado en Hoyo de Manzanares, luego del 28 de marzo del 39, me dijo –textual- “aquí solo quedaba suelo”. Suelo para renacer, suelo desolado más que de los bombardeos por causa del frío de la soldadesca ocupante, que había ido quemando vigas y tabiques. En Romanillos, finca de la Casa de Alba, entre Boadilla y nosotros, cayó el 19 de diciembre del 36, Pablo de la Torriente y Bru, escritor cubano, nacido portorriqueño. Tardarían un par de días en dar con su cadáver, más que por la nieve enredado en esa niebla que sube en invierno del Guadarrama, y difumina paisajes y, por lo demás, nomina la Batalla de la Carretera de La Coruña, en la que también cayeron Ion Mota y Vasile Marin, cerca de lo que fue Radio Argentina. Pablo no yace aquí, estuvieron sus restos en Chamartín de la Rosa, luego en Montjuic, por fin en Cuba. El monumento de los rumanos, cenotafio-floripondio de nostálgicos, territorio privado, no alberga lo que quedó de estos dos discípulos del líder fascista de la “Guardia de Hierro”, Corneliu Zelea Codreanu, sepultados en olor de multitud en Bucarest.
Guerra internacional la nuestra. “Nuestra guerra”, como tituló en su relatorio de ella Enrique Líster: “Si mi pluma valiera tu pistola”, le dedicó en su tal vez no mejor poema Antonio Machado. Muerto de la pena negra del exilio el poeta. Líster volvería a España extinto Franco, trasterrado del comunismo ortodoxo, para morar en Entrevías, proletario como cuando oficiaba de cantero en el Metro de Moscú. Por Majadahonda, comisario cultural, a las órdenes de Valentín González “El Campesino”, anduvo Miguel Hernández, calle en nuestra ciudad-pueblo. Zapador en un principio, ¡qué lejos aquel “peritaje en lunas” del poeta maravillosamente clásico, criado literariamente a la sombra de Ramón Sijé! Antes lo había hecho por Alcalá de Henares, Ciudad Lineal, Pozuelo, en recorrido similar al de Pablo de la Torriente. Que fue quien lo llevó a una labor de zapa, no menos heroica, consistente en alzar la moral de los milicianos a través de su poética prodigiosa.
En “Vientos del pueblo” hay muestras impecables de quién era y lo que dejaba escrito aquel muchacho inteligentísimo, a quien un padre zascandil arrancó, adolescente, de la escuela. Un padre, Don Vicente Hernández, a quien pintan quienes lo conocieron con un clavel reventón en la solapa, purito en la boca, yendo y viniendo de los toros, mientras los hijos se deslomaban como albañiles, pintores de brocha gorda o -el oficio primero de Miguel– cabreros. Fui a Orihuela en un par de ocasiones, no solo para sentir la fascinación de esa ciudad recoletamente episcopal, entre alicantina y murciana, y notar el olor humilde de la casa de la infancia de Miguel Hernández. El patio como un sueño fugaz de un verano cualquiera con higueras, y en una pared el marco alado para subir al cielo levantino. “Tu risa me hace libre/ me pone alas.” Y dentro, en el museo, una cinta magnetofónica que repite en bucle la “Canción del esposo soldado”: “Para el hijo será la paz que estoy forjando.” Cuesta leer a Miguel y no sentir la emoción a borbotones. Cuesta no sentir la rabia en la estación de ferrocarril de Orihuela, y ante la estatua del poeta, allí delante, no imaginar la última vez que pisó su pueblo, huido de los hombres, preso del amor, ¿adónde vas cuando todo es ruina?, y aparece el cabo municipal y lo denuncia luego de pronunciar el denuesto bíblico: “¿Cómo es que ha vuelto ese cabrón?”
Miguel Hernández, calle en Majadahonda, murió en Alicante, un 28 de marzo de 1942. Su amigo y protector, el escritor cubano, Pablo de la Torriente, en Romanillos, entre Boadilla y Majadahonda. Vino a morir a “Nuestra guerra”. Seguramente por nosotros. Tal vez el aire nuestro siga siendo el suyo. Merece que le concedamos el reconocimiento que Miguel Hernández le dedicó al saber de su muerte. Ese poema que comienza: “Me quedaré en España, compañero/ me dijiste con gesto enamorado/ y, al fin, sin tu edificio tronante de guerrero/ en la hierba de España te has quedado.” Y la paz. *Poeta y escritor majariego, autor de “Enseñando Poesía en la Escuela” (Magíster/ Pigmalión).
Recomiendo ‘Para la libertad’, una obra con canciones de Serrat sobre el poeta alicantino. Está a la altura de esta crónica de Vicente Araguas
Después de la cruenta Guerra Civil Española, que dejó un millón de muertos, el poeta Miguel Hernández, refiriéndose al territorio nacional, expresó: «Aquí yace media España, la mató la otra mitad.». Gracias por el artículo, muy interesante.
A los edificios altos de Madrid. el gran poeta Miguel Hernández los llamaba «rascaleches». Enhorabuena por el texto, tiene mucha calidad.
Deberían poner también una calle al gran poeta andaluz José María Peman. Para compensar…