En el vasto y enigmático Más Allá, dos mentes que revolucionaron la biología finalmente se encuentran. Charles Darwin, el padre de la teoría de la evolución, y Gregor Mendel, el monje que descubrió las leyes de la herencia, se hallan en un jardín perpetuamente floreciente, donde la vida parece desarrollarse con una armonía inmutable.

MIGUEL SANCHIZ. Cuando el azar —ese demiurgo caprichoso del Más Allá— dispone que dos espíritus esclarecidos se crucen en sus dominios, suelen brotar destellos de comprensión que iluminan las zonas más oscuras del conocimiento humano. Charles Darwin, el naturalista que trastocó para siempre la visión del hombre sobre su origen, y Gregor Mendel, el monje que con humildes guisantes reveló los cimientos invisibles de la herencia biológica, jamás se conocieron en vida. Y, sin embargo, sus obras estaban destinadas a entrelazarse como raíces de un mismo árbol, aunque durante años crecieran en ignorancia mutua. Darwin publicó su «Origen de las especies» en 1859, sin saber que en un monasterio de Brno, un agudo observador estaba ya formulando las leyes que explicarían cómo se transmiten las variaciones que la selección natural preserva. Mendel, por su parte, leyó la obra de Darwin con respeto y admiración, pero no fue escuchado por su siglo: sus hallazgos dormirían en el letargo del olvido hasta principios del XX. El encuentro entre ambos, por tanto, no es solo un diálogo de sabios, sino una reparación cósmica: un espacio donde la evolución y la genética, padre e hijo separados al nacer, se reconocen por fin en la eternidad. En el vasto y enigmático Más Allá, dos mentes que revolucionaron la biología finalmente se encuentran. Charles Darwin, el padre de la teoría de la evolución, y Gregor Mendel, el monje que descubrió las leyes de la herencia, se hallan en un jardín perpetuamente floreciente, donde la vida parece desarrollarse con una armonía inmutable.

Miguel Sanchiz

Darwin: ¡Qué paraje más espléndido, señor Mendel! Este jardín me recuerda a los campos donde observé los pinzones de las Galápagos. Veo que aquí las plantas prosperan en una belleza inmutable, aunque me atrevería a preguntar: ¿están sujetas a selección natural o es la eternidad la que las mantiene así?
Mendel: (Sonríe con calma) La eternidad nos libra de la lucha por la existencia, pero incluso en este Más Allá, veo la esencia de mi trabajo en cada tallo y en cada flor. ¿Sabía usted que los principios que descubrí en los guisantes son la base de la herencia genética que gobierna toda la vida en la Tierra?

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Darwin: Me apena decirlo, pero en mi tiempo jamás supe de sus estudios. Mi teoría de la evolución se construyó sobre la variabilidad y la selección natural, pero jamás logré explicar cómo esas variaciones se transmitían. Si hubiese conocido sus trabajos, tal vez mi teoría habría sido aún más robusta.
Mendel: Es curioso cómo la ciencia avanza de manera fragmentada, cada mente iluminando un sendero sin conocer a quienes avanzan en paralelo. Su teoría era magistral, pero carecía del mecanismo de transmisión de los rasgos. Mis experimentos con guisantes habrían sido el eslabón perdido que tanto buscó.
Darwin: ¡Por supuesto! La selección natural solo actúa sobre las diferencias heredadas, pero sin una explicación de la herencia, mi teoría quedaba incompleta. Debo confesarle que me preocupaba cómo ciertos rasgos podían mantenerse a lo largo de generaciones sin diluirse. ¿Podría decirme cómo sus descubrimientos resolvían este dilema?
Mendel: Con gusto. Observé que ciertos rasgos eran dominantes y otros recesivos, y que la herencia seguía patrones matemáticos precisos. No se mezclaban al azar, como sugería la teoría de la «mezcla de caracteres» de su época. Así, un rasgo podía permanecer latente por generaciones antes de manifestarse nuevamente.

Darwin publicó su «Origen de las especies» en 1859, sin saber que en un monasterio de Brno, un agudo observador estaba ya formulando las leyes que explicarían cómo se transmiten las variaciones que la selección natural preserva.

Darwin: ¡Eso lo explica todo! Si la herencia no es una simple mezcla sino un sistema de transmisión estable, entonces la variabilidad sobre la que actúa la selección natural tiene un fundamento sólido. Imagino que su trabajo fue celebrado en vida…
Mendel: Me temo que no. Mis contemporáneos no le prestaron atención, y morí sin ver el impacto de mi trabajo. Fue solo décadas después cuando redescubrieron mis leyes y comprendieron su trascendencia. Para entonces, su teoría ya había dado la vuelta al mundo.
Darwin: Entonces, ambos compartimos el destino de haber sembrado ideas cuyos frutos crecieron después de nuestra muerte. ¿No es irónico que solo en este Más Allá podamos conversar y unir nuestros conocimientos?
Mendel: Así es la ciencia, señor Darwin. Nunca es obra de un solo hombre. Pero ahora sabemos que la evolución y la genética son dos caras de la misma moneda. La selección natural opera sobre la variabilidad que la genética provee.
Darwin: Un encuentro maravilloso, Mendel. Brindemos por el conocimiento y por aquellos que, en el futuro, seguirán ampliando nuestras teorías.
Mendel: Brindemos, señor Darwin. Que la ciencia siga evolucionando por toda la eternidad.

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