Vincenzo Camuccini: «La morte di Cesare». (1.804). Museo Nazionale di Capodimonte a Napoli

MIGUEL SANCHIZ. (Majadahonda, 1 de abril de 2025). «Encuentros con la Historia«. En las vastas regiones del Más Allá, donde el tiempo no transcurre y la eternidad no es más que un instante perpetuo, las grandes almas de la historia se cruzan en diálogos que jamás pudieron tener en vida. Allí, donde la existencia se despoja de urgencias y pasiones mundanas, las palabras fluyen sin la opresión del reloj, sin la necesidad de extenderse más de lo necesario. Los “Encuentros” que aquí presentamos son destellos de pensamiento, fragmentos de un debate imposible en el mundo terrenal pero natural en la inmortalidad. La brevedad de estos diálogos no es una limitación, sino la consecuencia de una realidad en la que la extensión carece de sentido: cuando el tiempo no existe, la conversación es pura esencia. No hay preludios superfluos ni conclusiones impostadas, solo el intercambio de ideas, ágil y profundo, entre aquellos que la historia colocó en bandos opuestos. Así, Napoleón encontrará a Wellington, Julio César se enfrentará a Bruto, y tantos otros volverán a verse, no para saldar cuentas, sino para exponer lo que el tiempo—o su ausencia—les ha permitido comprender. Que el lector, en su fugaz paso por la vida, se permita un instante de eternidad en cada “Encuentro”.

Miguel Sanchiz cumple este 1 de abril (2025) sus primeros 92 años estrenando nueva sección: «Encuentros con la Historia»

LA HISTORIA HUMANA ESTÁ SEMBRADA DE TRAICIONES, pero pocas han resonado con el eco inmortal de aquella que, en los idus de marzo del año 44 a.C., se consumó en el Foro de Roma. Un hombre caía apuñalado bajo la sombra del Senado, su cuerpo perforado no solo por dagas, sino por el peso de la ingratitud. El traicionado era Cayo Julio César, conquistador de la Galia, dictador perpetuo y artífice del ocaso de la República. Entre los agresores, uno destacaba por encima del resto: Marco Junio Bruto, hijo adoptivo y protegido del propio César. ¿Fue un acto heroico en defensa de la res pública o el último movimiento de una ambición disfrazada de virtud? ¿Traición o sacrificio? La historia se ha debatido entre ambas interpretaciones, mientras el eco de aquellas últimas palabras —“¿Tú también, hijo mío?”— siguen resonando en la conciencia del mundo. Ahora, en el más allá, las sombras de estos dos titanes de la política y la guerra vuelven a encontrarse. Sin la presión de las multitudes ni el peso de la historia, sin senadores conspiradores ni ejércitos leales, solo quedan dos voluntades enfrentadas, dos perspectivas irreconciliables… y la verdad, esperando ser descubierta.

Una recreación humorística de la legendaria frase

El humor nunca ha faltado en este pasaje histórico: en una viñeta del popular cómic de Asterix y Obelix

EL ENCUENTRO: El mármol de la eternidad resplandecía con una luz etérea, sin origen ni sombras. Allí, en la vastedad del Más Allá, dos figuras emergieron desde el tiempo, atrapadas en un duelo que ni la muerte había conseguido extinguir. Uno vestía la toga aún salpicada de sangre, testimonio de su último día en la Curia de Pompeyo. El otro, con el ceño fruncido y la mirada turbia, parecía menos un asesino que un hombre condenado a arrastrar el peso de su elección. —¿Tú también, Bruto? —César no pronunció la pregunta como un reproche, sino con un tono casi melancólico. Bruto sintió el eco de aquellas palabras que lo perseguían como un espectro. ¿Cuántas veces, en vida, había revivido aquel instante, el filo de su daga clavándose en el cuerpo del hombre que alguna vez había sido como un padre para él? —Siempre supe que este momento llegaría. —Bruto habló con voz firme, aunque su alma vacilaba—. No me arrepiento, César. No maté a un hombre, sino a un rey en ciernes.

Jean-Léon Gérôme (Francia, 1824-1904). ‘The Death of Caesar,’ 1867. Oleo sobre lienzo. Walters Art Museum (37.884): Adquirido por Henry Walters, 1917.

La historia de César y Bruto, también en el cine

CÉSAR LO MIRÓ CON UNA MEZCLA DE TRISTEZA Y RESIGNACIÓN. —¿Un rey? Dime, Bruto, ¿qué veías en mí? ¿Un tirano? ¿O acaso la sombra de un destino que te aterraba? Bruto frunció el ceño. —Veía a un hombre que acumulaba poder sin límites. Un hombre que, si no era detenido, habría aplastado la República con su ambición. —¿Y qué fue de tu gloriosa República tras mi muerte? —César entrecerró los ojos—. ¿Qué hicieron tus honorables senadores cuando me convertiste en mártir? Bruto sintió la punzada de la verdad. Lo sabía. La República no fue restaurada, sino desgarrada por la guerra civil. La muerte de César no detuvo el curso de la historia, solo aceleró su caída. —No podía prever lo que harían después. —Pero yo sí. —César sonrió con amargura—. Sabía que el Senado estaba podrido. Que la gente ya no confiaba en esa ilusión de gobierno. ¿O es que tú, Bruto, creías realmente que los romanos amaban más al Senado que a mí? Bruto apretó los puños. No podía negar la verdad. El pueblo había llorado la muerte de César, y en su dolor habían abrazado a un nuevo líder: Octavio, quien, con fría astucia, transformó la República en un Imperio bajo su mando absoluto. —Si la República murió, no fue por mi mano, sino por la de todos los que la traicionaron. —Y sin embargo, fuiste tú quien empuñó la daga. —César dio un paso adelante—. ¿Lo hiciste por Roma o por ti mismo? Bruto palideció. —¿Qué insinúas? —Que en tu interior, Bruto, no solo habitaba el idealista, sino también el hijo de Servilia.

En el humor de Idígoras y Pachi.

La frase se ha prestado a muchos «idiomas»: Angel Idígoras ironiza sobre la célebre conversación entre padre e hijo antes del crimen y ofrece una versión muy malagueña sobre Julio César y Bruto.

LA MENCIÓN DE SU MADRE LE HELÓ LA SANGRE. Servilia había sido la amante de César. Y aunque nunca lo admitió, siempre hubo rumores, susurros en los pasillos del Senado… que él, Marco Junio Bruto, podía haber sido hijo de Julio César. —¡Mientes! —¿Miento? —César arqueó una ceja—. O acaso temes la verdad: que en tu rebelión no solo buscabas salvar a Roma, sino también liberarte de mi sombra. Bruto se apartó, trastabillando en el suelo impalpable de aquella dimensión desconocida. ¿Había sido así? ¿Había querido matar a un tirano… o a un padre? —No… yo… Pero no pudo continuar. En aquel espacio donde el tiempo no existía, donde la eternidad era solo un eco sin fin, César lo miraba con la paciencia de los muertos. —No importa ya, Bruto. Lo hiciste. Roma siguió su curso. Tú y yo solo somos historia ahora. Bruto sintió un peso caer sobre él. Una daga invisible que le atravesaba el alma. —¿Fui un héroe o un traidor? César sonrió, pero en su mirada aún se reflejaba el brillo de la última herida. —Quizás fuiste ambas cosas. El silencio se extendió entre ellos, más vasto que el tiempo. Porque la historia no juzga con claridad… solo con la impasible indiferencia de los hechos.

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