VICENTE ARAGUAS. (23 de noviembre de 2024). Hay quien sabe bautizar, dejar un “no sé qué que queda balbuciendo” en el callejero majariego, poniendo nombres o arrebatando (hablo de arrebatos, naturalmente, no de apoderarse de nada por las bravas) aquellos que siempre estuvieron ahí. Antes citaba a San Juan de la Cruz, porque si no lo hago muero, de puro arrobamiento que me provoca nuestro poeta más alto. Y lo hago con ese “no sé qué que queda balbuciendo” que en manos chapuceras hubiese sido cacofonía, y en la suya bellísima aliteración. Y pues aquí hay quien sabe nombrar calles o plazas felicito públicamente al que nombró “Arco del Poniente” a esa vía que se arquea en lugar donde se va muriendo el sol día tras día, sí. O “Callejón del Gato”, ya lo dejé dicho aquí, a ese más que pasadizo donde un felino negro, mechón blanco en el pecho, reapareció terminada la guerra, ileso, en el mismo lugar donde lo había dejado la población evacuada. O “Cerro del Aire” o “Cerro del Espino” a esas dos alturas moderadas, cual los oteros sanjuanistas, “que el ciervo vulnerado por el otero asoma”, así nominados por quien seguía o proseguía las huellas juanromanianas. (Sin embargo, Marga Gil, aquella escultora que amaba de modo radical e imposible a JRJ, hubo de suicidarse en el “hotel” familiar de Las Rozas. “Hotel”, palabra añeja, sustituida, definitivamente por chalé.
“Cerro del Aire”, en cuyo parque decidí perderme (y encontrarme) en este sábado un tanto nublado, bien que el sol tímido de otoño quisiera imponer, el sol así de mandón, sus caricias. Lo hace ahora que tiro “de y a” los recuerdos con escopeta de circo, de esas que en lugar de balas desprenden flores, sin olor, inevitablemente. Y al disparar al pichón del recuerdo, revoltoso, como niño bullidor, me encuentro con una finca muy grande, abandonada, con un frontón en el medio. Ya nadie jugaba a la pelota mano en él, nadie a la cesta punta, tampoco nadie al remonte. Que aquello era lugar de botellones apresurados, como esa embriaguez adolescente tan de liebre en celo o de bombero que se precipita ante el toque de alarma. ¡La de jazmines recién iniciados que se han venido marchitando desde entonces!
En el Parque del Frontón o en el Bar “Galicia”: ¡salud, Isidoro, en el cielo, me niego a decir “dondequiera que te halles”, que seguramente habitas! Por cierto, Isidoro, las barandillas de la entrada de San Isidro 18 siguen imperturbables, tal como tú las trabajaste. Hoy, en fin, he vuelto al “Cerro del Aire”, y el frontón aquel ya no existe. Así que me limité a pasear por el parque (entrando por “Avenida España” y saliendo por “Jalisco”, y canturreé para mis adentros, a veces soy así de previsible: “¡Ay, Jalisco, no te rajes!”). Un parque delicioso, poca gente esta mañana, alguna pareja, un padre adiestrando en artes boxísticas a su hijo, y pocos niños (considerando los veinticinco lugares para ellos habilitados). Árboles en abundancia. Pinos, cipreses, algún haya, e incluso una palmera, chatona y robusta. Y el suelo, buen césped, cubierto de las hojas de Prevert y Kosma, pidiendo las voces de Juliette Greco o Yves Montand para rastrillarlas de modo tan existencial como la vida misma.
Y crucé la pasarela que sobrepasa el estanque al que recuerdo en el “Parque Welby”, intento frustrado de convertir la estancia, finca o quinta del frontón en lugar de atracciones domésticas. Y algún juego de aquellos aquí se han quedado. También lo hizo mi corazón cuando yo tenía niños, en Majadahonda, digo, para traer al “Parque Welby”. Ahora están en otros lugares. Pero lo importante es, como en aquella canción de Llach, que no dejen de crecer flores a cada instante. “Parque de Cerro del Aire”, hermoso y bien cuidado. ¡Bien!
Vicente Araguas for president!
Sería bueno poner unas cuantas máquinas biosaludables. El entorno es estupendo para practicar uns actividad física al aire libre, sobre todo para gente mayor, muy abundante en esa zona.
Los perros tienen varias zonas exclusivas para ellos.
Yo también llevaba a mi pequeño a pasear al Parque Welby, y recuerdo aquellas atracciones, cierto es. Y me daba el aire de Juan Ramón, que siempre suena a poesía cuando me roza en el Parque Welby, cuyo nombre no creo que sea homenaje a «Marcus Welby, doctor en medicina», aquella serie de principios de los 70 que me entretenía pensando en ella al pasear por el parque imaginando que si me daba un aire, que no de Juan Ramón, Marcus Welby me salvaría.
Se nota, se siente, Vicente presidente.