JOSE MATEOS MARISCAL. “Dos pasajeros en un compartimento de tren. Nada sabemos de sus antecedentes, de su procedencia, ni de su destino. Se han instalado cómodamente, han acaparado mesitas, colgadores y portaequipajes, han esparcido periódicos, abrigos y bolsos en los asientos vacíos. De pronto se abre la puerta y aparecen dos nuevos pasajeros. Los dos primeros no les dan la bienvenida. Dan claras muestras de disgusto antes de dedicarse a recoger sus cosas, para compartir el espacio del portaequipajes y recluirse en sus asientos. Aún sin conocerse en absoluto, los dos pasajeros iniciales demuestran una sorprendente solidaridad mutua. Actúan como grupo establecido frente a los recién llegados, que están invadiendo su territorio. A cualquier nuevo pasajero lo consideran un intruso. Su actitud no se diferencia mucho de la que tienen los aborígenes, que reivindican la totalidad del espacio disponible. Ésta es una concepción que escapa a toda explicación racional y, sin embargo, está muy arraigada. El tren se dispone a andar. Nueva estación. La puerta del compartimento se abre de nuevo para dar paso a dos pasajeros más. A partir de este momento varía el estatus de los que les precedieron, es decir, el segundo grupo en llegar, hasta este momento, eran intrusos, forasteros. Al llegar la tercera pareja, los segundos pasan a formar parte de los sedentarios, de los dueños del compartimento y comienzan a hacer uso y toman la actitud de antiguos vecinos del lugar, merecedores de toda suerte de privilegios.” (extractado de “La Gran Migración”).
Hace mucho tiempo, una campaña de concienciación en Alemania ponía a un niño en el centro de un salón. Frente a él, dos muñecos: uno de piel blanca, pelo rubio y otro de piel morena y pelo negro. Les hacían varias preguntas en donde tenían que elegir a uno de los muñecos como respuesta. Las preguntas eran: ¿quién crees que es malo? ¿quién crees que es feo? ¿cuál te gusta menos?. Las respuestas apuntaban al muñeco de piel morena y pelo negro. Los niños no lo sabían, pero aplicaban los conocidos como «microrracismos«, esas actitudes o comportamientos racistas ocurren de manera tan sutil, tan imperceptible, que muchas veces pasan desapercibidos, pero los practicamos de manera recurrente. Los microrracismos son expresiones cotidianas y sutiles encaminadas a perpetuar discriminaciones por motivos sociales, sexuales y étnicos, que atentan contra la personalidad, dignidad e integridad de una persona, dificultando su desarrollo particular y colectivo. Este concepto nace debido a la evolución de los pensamientos y comportamientos que supone el racismo, a causa de la intolerancia social hacia la discriminación directa y la pasividad mostrada por la población al enfrentarse a comentarios peyorativos hacia determinadas personas, sus colectivos y culturas. Estas expresiones están constantemente presentes en nuestro lenguaje. Y en innumerables ocasiones evitamos el enfrentamiento con las mismas. Es necesario el conocimiento de los microrracismos para la concienciación sobre su existencia y falta de sensibilidad que la comunidad presenta frente a estas frases discriminatorias. Los microrracismos existen, su visibilización supone una nueva manera de lucha contra el racismo encubierto.
Usted que lee y yo que escribo como emigrante somos racistas. Aunque tratemos de comportarnos como personas estupendas que se consideran iguales a los que nos rodean, tenemos los dos los pies emponzoñados en una sociedad racista. Aquí no pone nadie la otra mejilla para ser un santo moderno. Ojalá no hubiese diferencias. Pero las hay. Por el color de la piel. Por el sexo. Por el dinero. Y mucho me temo que lo que pasa en Estados Unidos es lo que ha sucedido siempre: indios y rostros pálidos. Es la primera señal brutal de que el tránsito por el extraño planeta vacío y silencioso de Pandemia no nos hizo mejores, como creían los majos. Por desgracia usamos los dedos para señalar. Hay racismo por el color de la piel y por el color del dinero. Hay racismo contra gais y lesbianas. Hay racismo contra los trans. Hay racismo por la rubia de bote. Hay racismo contra el gordito. Hay racismo contra el emigrante. Arriba y abajo es la historia del mundo.
Por mil campañas que hagamos, que son necesarias, aflora el racismo bestial, el evidente, el que no se esconde, el que utiliza la cabeza para dar cabezazos, no para pensar. Y está el otro racismo, que se multiplica hasta el infinito y más allá, el microrracismo que, gota a gota, se convierte en un macrorracismo tremendo. Taladra la razón, como la tortura de la gota malaya. Poco a poco. El microrracismo es el de la compasión forzada. Es el de la caridad, que no es más que propina de superioridad. Es el de la imagen, «¡mira qué linda con su piel blanca y rizos rubios!» .Estamos en la sociedad de la apariencia, en lo que algún pensador nombró como «el desierto de lo virtual». Y en un mundo de imágenes, los clichés del odio al distinto distante iban a funcionar a toda máquina, de pantalla en pantalla, sin parar. Llegué desde Majadahonda (España) a Alemania y sufro en mis huesos el racismo, aunque aparte pueda dar clases de ver mundo. Y concluyo con Séneca: «la sabiduría es la única libertad”.
Estoy de acuerdo totalmente, como emigrante en Suiza, kanton San Gallen, te doy la razón, y tengo que agradecer lo que aprendí, otras formas, costumbres, idioma, métodos de trabajo, etc. Pero en principio eres un Gastarbeiter.
Cómo emigrante en Majadahonda te doy toda la razón.Nunca he sentido racismo de ningún tipo en mi o mi familia, pero es que somos blanquitos, mis hijos y mi marido rubios y yo de bote. Si no abro la boca nadie sabe que soy tan sudaca como el más morenito que viene de latinoamérica. El color de piel,tu nivel social, tu inclinación sexual, muchas veces marca la diferencia en esta sociedad y todas las del mundo. Es muy tristeeee. Solo se puede cambiar con educación, con sabiduría como dices en el artículo. Los padres somos muy responsables de lo piensen nuestros hijos.