CRESCENCIO BUSTILLO. Había otra costumbre en el pueblo de Majadahonda: la de tener serenos o vigilantes de noche. Durante la época invernal, estos serenos los pagaba el Ayuntamiento y salían a dar la vuelta y cantaban la hora, agregando en su vocear el tiempo que hacía: sereno, nublado, lloviendo, nevando, etc… De la primavera hasta el otoño hacían de guardas jurados e iban provistos de bandolera con escudo y de tercerolas o carabinas para defenderse y ahuyentar a los delincuentes. Se daban buena vida, tanto cuando vigilaban el campo como cuando en el invierno defendían la urbe. Se enteraban de todo lo que pudiera pasar en el pueblo, unas cosas las veían y otras que se las contaban.


Crescencio Bustillo

En cierta ocasión uno que había sido sereno muchos años pero lo habían tenido que echar porque se daba a la bebida, tuvo un incidente muy chistoso con una mocita que le increpó porque estaba bebido. Este hombre se apodaba el “Tío Cachicán”. Le gustaba poco el trabajar y era desmañado y abandonado en el vestir. Por eso tuvieron que echarle, además que como cuento le gustaba bastante el “morapio”. La moza se apodaba y la llamaban, «Juana la del Mallorca”, bastante descarada ella, que le gustaba reírse o gastar bromas a las personas que tenían alguna falta visible. Lo cierto es que un día que el “Tío Cachicán” estaba beodo ya de buena mañana, le empezó a increpar llamándole «tío borracho», «tío gandul», «que si no tenía vergüenza», etc… El “Tío Cachicán”, en su borrachera, se reía por lo bajo, dejándola que se desahogara hasta que no pudo más y le dijo:” Que soy un borracho ya lo sé, no te lo niego. Pero tampoco me negarás que te cogí aquella noche con tu novio y tenías el “miembro” dentro”.

El cementerio de Majadahonda hoy

Sin ser supersticiosos del todo, en el pueblo se creía en fantasmas y cosas sobrenaturales, según los casos o épocas para ello. Así, por ejemplo, del cementerio se decían tantas cosas acerca de él: que si merodeaban los espíritus o fantasmas. Lo cierto es que se le tenía un respeto imponente. Yo mismo, y soy incrédulo por naturaleza, le tenía un respeto enorme a este sitio, bien fuera porque había visto enterrar allí a mis familiares, que cuando pasaba por allí de noche solo, y he pasado muchas veces, me sobrecogía por el recuerdo. No es que temblara ni tuviera pánico, pero sí que pasaba completamente silencioso.

He pasado de noche a la vera de muchos cementerios pero ninguno merecía el respeto que aquel. Incluso en la guerra nuestra me ha tocado pernoctar de noche en un cementerio por constituir la línea del frente y me he tenido que poner como los demás a dormir entre los difuntos. Hablando de fantasmas en el pueblo, todos los años solía aparecer uno de estos entes, creados por la imaginación popular. Este ser presentaba al comenzar el invierno y se dejaba ver algunas noches, siempre a distancia, y ya no salía hasta el año siguiente. Se decía que se preparaba algún robo, también que era para que la gente joven se acostara más temprano. Otros comentaban que era obra de los serenos para que los dejaran tranquilos. Lo cierto es que nunca se pudo coger a ninguno ni verlo de cerca para tocarlo.

Siguiendo con los fantasmas diré que el “Tío Tábano” explotaba bien estas creencias para divertirse a placer. De toda la vida que había tenido horno de cocer pan o tahona,  –que estaba a bastante distancia de la tienda en la propia casa– se llegaba a él a través de unos pasillos prolongados que se prestaban semioscuros a gastar bromas relacionadas con el miedo. Por eso, haciendo como que se le había olvidado algo, cuando empezaban a cenar mandaba al que consideraba más idóneo, puesto que tenía donde escoger, ya que sentaba a la mesa sin distinción de clases: dueños y servidores. El señalado para recoger lo olvidado acudía tranquilo, confiado, hasta que se encontraba con la sorpresa de un cadáver metido en su caja como en un velatorio con cuatro velas encendidas para darle mayor realidad. Naturalmente la espantada que daba el fulano ya se puede uno suponer: volvía blanco, desencajado, con el pánico en el rostro, no acertando a hablar. Y cuando por fin lo hacía era para decir que había visto fantasmas en forma de difuntos. Como en el juego-broma tenía sus secuaces, mientras discutían si sería verdad o no, retiraban el “catafalco”, haciéndole ver que era un miedoso, que veía visiones, sirviendo de “chacota” a todos los presentes, que de esta forma se burlaban de él.

Yo recuerdo de chico, porque íbamos a comprar el pan allí, que tenían muchos gatos, quizás veinticinco o treinta, todos muy mansos y que se tumbaban por donde les parecía allí en la tienda. Estos se dejaban acariciar amorosamente. Pero decían que, a la hora de cerrar por la noche, cogía una vara fina, abría la puerta de la calle, daba un palo fuerte en el mostrador y al tiempo gritaba: «¡Batallón!». Esto no es para contarlo sino para verlo, ya que los gatos donde quiera que se encontraban se tiraban corriendo a coger la puerta, porque sabían que el que quedaba el ultimo cataba la vara, no mirando a quien atropellaban con tal de coger la puerta y huir como alma que lleva el diablo.

Majadahonda Magazin