RODRIGO RASCADO. Salud, Julia y gracias por tu amable curiosidad por mi esforzada, aunque humilde, persona, juzgándola digno objeto de provechosa información para tus lectores, por poca que esta vaya siendo, al punto presente de mi corta vida; de la que habiendo poco que decir, muy brevemente podré hacerte un justo relato. Tu servidor, Rodrigo Rascado, fue criado de toda su vida en Majadahonda, por padres humildes, pero honrados, y atentos y solícitos con éste, su único hijo. Mi padre, Domingo, gallego, aunque llegado hace una barbaridad de años a ésta villa nuestra, trabajó hasta jubilarse allá en el Instituto de Carlos III, en el Carralero; mi madre, Rocío, mexicana, dejó su carrera médica allá en la Nueva España al venirse, y, aunque su intención era retomarla aquí, el que yo fuese un niño enfermizo acabó por frustrárselo, por desgracia. Al poco de nacido, que lo fui el día 7 de Octubre, de la Virgen del Rosario, y auxiliadora de nuestra Nación en la jornada bélica del mar de Lepanto, fui bautizado por Mosén Baldomero en la pila de la misma parroquia en la que hoy sirvo, en el año del Señor de 1993.
Inscribiéronme mis padres en la docencia de las Salesianas de María Auxiliadora, aquí en nuestra frontera con Madrid, en el Plantío. No fui un niño muy sociable, pero sí muy estudioso, o por lo menos pronto y fácil para entender mis lecciones. Allí diéronse mi iniciación a la música, y la práctica totalidad de las clases que he recibido en toda mi vida de ajena gente; primero de la Hermana Eloísa, y luego de Doña Covadonga. Aprendí, malamente, a tocar la flauta, y a leer las figuras musicales, sin ser en absoluto un destacado alumno, que yo recuerde. Tampoco era grande, por aquel entonces, mi inclinación musical: animado por mi madre, mi facilidad para el estudio parecía destinarme, en principio, hacia la carrera médica que aquella había recorrido, aunque a estas alturas muchas vueltas haya dado ya mi vida para ello. Había en casa, eso sí, un órgano de salón, de estos electrónicos, del tamaño de un piano de pared, en el que pergeñé mis primeras composiciones, no antes de los diez años, que me conste, que conserve, o que recuerde.
De estudiar con las Salesianas pasé a las Madres Reparadoras para hacerme bachiller, y después, sin saber muy bien aún qué hacer con mi vida, ingresé a la Universidad Complutense para estudiar Ingeniería Química, de la que cursé unos tres años. Distrayéndome de los dichos estudios de aquellos años me aficioné por fin a socializar, y aún más a la música. De lo primero, fue fruto una lenta maduración de una cierta vocación filosófica, dado que mis usos no pasaban por la vida disoluta habitual de la juventud, ni mucho menos universitaria, tanto como por la relajada tertulia con los amigos que me hice de las Reparadoras, por lo tanto, de mucho más variopintas tendencias, opiniones y rumbos vitales que de habérmelos procurado en la Facultad madrileña. Así pues, finalmente cambié de estudios, a mis actuales lecciones filosóficas en la misma Universidad, al ritmo que mis ingresos como profesor particular por cuenta propia me lo permiten. Filosóficamente, creo que podría autodefinirme como papista, monárquico, metafísicamente dualista, científica y jurídicamente positivista, moralmente eudemonista, políticamente anticentralista, casi cantonalista, económicamente anticonsumista, intrigado por el decrecentismo, escéptico de la globalización, de la bondad humanitarista internacional, y receloso de los ideales de progreso eterno de la humanidad. ¡Y majariego, esto muy importante!