Crescencio Bustillo

CRESCENCIO BUSTILLO. El “Tío Sabiondo” era otro de estos personajes de Majadahonda que tenían su historia propia. Era un hombre achaparrado, de mediana estatura, rubicundo y coloradote, tenía una gordura maciza sin tripa, pero era por un igual de abajo a arriba y en la cara tenía papadas como si fuera un cerdo con un cerco de carne alrededor de los ojos, que parecía talmente un cochino cebado. Se dedicaba a labrar unas pocas tierras en renta, alguna que tenía en propiedad, un par de viñas pequeñas, y un huertecillo de poca importancia. Todo el trabajo que necesitaban para cuidar estas finquillas se lo hacían en familia, con un par de bestias pequeñas que las explotaban de verdad. Tenía una mujer, la “Tía Borrega”, que era una esclava en las manos de aquel tío bruto y tirano que no vivía nada más que para él. Tenían cuatro hijos, dos varones y dos hembras, a los que también alcanzaba su tiranía, tal es así que los hacia trabajar como a las bestias, sin derecho a replicar en nada, pues no escatimaba en medios para conseguirlo, bien golpeándolos o con otros severos castigos. Contaban que más de una vez había enganchado a la mujer al yugo con otra bestia, para labrar la huerta, arreándola con un látigo como si fuera una bestia más. El, más que trabajar, ordenaba y hacia trabajar sin descanso a los demás, pero comía y bebía como un sibarita, mientras que los hijos y la mujer estaban condicionados a la voluntad suya.


Siempre llevaba una bota de vino consigo y en los descansos del trabajo, bien fuera comiendo o por el simple hecho de reponer fuerzas, liando un cigarro sacaba la bota, le daba un buen “tiento” empinándola de firme y cuando terminaba después de un buen trago, se echaba un “eructo”, y pasando la bota por delante de los ojos de los hijos le preguntaba:”¿verdad que no queréis?”. “No, padre”, contestaban estos. Y es que si alguno se le ocurría decir sí, le pegaba con la bota en las narices.

Una de las hijas, la mayor, era marimacho, hombruna, con más fuerza que una mula. Un día fueron las dos hermanas, que siempre iban juntas, a casa de una vecina para que les vendiera unos huevos. Mientras la vecina se metió a la cuadra para dárselos recién puestos de las gallinas, las invito a que pasaran a un porche contiguo a la cuadra y que allí esperaran hasta que volviera con los huevos. El porche no estaba muy limpio, cosa natural si tenemos en cuenta que merodeaban por allí las gallinas. Cuando la vecina iba a traspasar la puerta de la cuadra, sintió un estruendo, volvió la cabeza y vio una gran polvareda. Y es que a «la borrega” mayor se le había ocurrido la idea de tirarse un “pedo”. Y fue de tales dimensiones que aquella vecina se quedó asustada. Desde entonces le quedó el apodo de «la pedorra” y todo el mundo la identificaba por «Julia la pedorra”.

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