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Lecturas de Verano con Begoña Delclaux: «“Amapolas y otros crímenes”

BEGOÑA DELCLAUX. Su padre era guardia civil y poco sabía de Física, pero entendió la importancia de que se abriera un camino en la cabeza del hijo. Le compró un ordenador y, antes de enseñarle nada, ya volaba por la web de una manera instintiva. Cuando cumplió trece años sabía tanto de ciencias como un experto ingeniero. Sólo hablaba en ocasiones, por el empeño de otros y ante preguntas directas, pero todos tenían claro que aquellas puertas internas le llevaban a otros lados.
Su memoria era brillante y chupaba como una esponja lo que todo el resto decía, aunque fuera indiferente a evaluaciones y notas pues no se le daba bien concretar la información. En las preguntas de examen podía redactar folios sin pasar de la primera salvo que algún profesor, por caridad humanitaria, le instara a dejar el tema y saltar a la siguiente.


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Lecturas de Verano por Begoña Delclaux

Un profesor que era nuevo cometió el gravísimo error de sacarle a la pizarra en una clase de Física. Jaime escribió la fórmula y solucionó el problema en menos de treinta segundos, pero siguió con los cálculos y rellenó la pizarra con signos, letras y números. Le veían disfrutar, enajenado y distante, sin decir una palabra, en tanto que el profesor, incrédulo y desconcertado, le mandaba irse a su sitio. El tablero llegó a estar tan saturado que no cabía una coma y sólo en ese momento se despertó de repente y, volviendo del ensueño, se sentó como si nada. El resto lo pasó en grande. —Vale, Jaime, entendido —oyó murmurar a su hermana.

Elisa seguía en la cama abriendo un poco los ojos y con ellos las rendijas a la consciencia y la luz. Le estallaba la cabeza, se lo había bebido todo. Empezaron a colarse los recuerdos de la noche aunque fueran muy borrosos: el concierto en aquel bar, el botellón en la calle y las caricias de Juanjo, que empezaba a rechazar cuando sentía su mano colarse sin preguntar. Perdido el derecho al roce, no quedaba mucho más. Estaba harta de él, todo el día empastillado y bebiendo sin medida. Al principio le atraía porque creyó que con él se embarcaba en aventuras sin fin, pero pronto comprendió que ese vivir peligroso se reducía a pasar las horas ciego.
 Como no tenía tiempo para andar dándole vueltas, lo dejó para más tarde. Había quedado en el Príncipe de Asturias, un centro municipal donde iba a clases de bajo y donde ahora les dejaban un local para ensayar.
 Escuchó cómo la abuela trajinaba en la cocina. Vivía en casa con ellos desde que su madre murió en un accidente de coche hacía más de diez años. Fue un accidente absurdo, como todos en realidad. Volvía algo achispada de cenar con las amigas en una noche sin luna. Tomó una desviación malamente iluminada y peor señalizada y se metió en la autovía por el sentido contrario. Sin entender el motivo de encontrarse a un coche de frente, lo esquivó de un volantazo y se estampó contra un árbol. Debió morir en el acto. (Continuará)

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