Crescencio Bustillo, año 1985

CRESCENCIO BUSTILLO. Terminada la temporada de las bellotas comenzaba la de la leña: se iban en grupos estas mujeres, unas a pie y otras a caballo de los burros que dejaban atados en algún regazo, antes de entrar en el monte, pues iban a recoger leña furtivamente. Para entrar tenían que escalar la tapia de piedra que le rodea, de dos metros y medio de altura. Y al regreso lo mismo, pero cargadas con grandes fardos, haces de leña trazada de ramas tirando a gordas, semiseca que es la que más calorías daba en el fuego y por lo tanto más solicitada. Las que tenían burro, una vez pasada la tapia, los cargaban ayudándose unas a otras, sin perjuicio de que ellas también se cargaran su pequeño hacecillo a la espalda. Pero las que no lo tenían venían sofocadas, descansando en los desniveles del terreno con unos haces encima, que daba miedo de verlas, luchando con el aire en contra o de través, hasta que por fin llegaban a sus hogares. Vendían el haz de leña y marchaban a las tiendas con el dinero para con los productos que adquirían alimentarse aquella noche ella y los suyos. En el monte, los guardas las toleraban y se compadecían de ellas, no podían llevar herramientas, como hachas o serruchos, etc. porque entonces se las llevaban detenidas al pueblo del Pardo. Allí las retenían algún día, con las consiguientes molestias y disgustos, pero como no podían presentar pruebas de herramientas, las tenían que soltar y al otro día ya estaban de nuevo en el monte. Sus herramientas eran las manos y las cuerdas que llevaban para luego atar la leña, con las que desgajaban las ramas. Después las manos y las rodillas hacían el resto para trazarla.


Crescencio Bustillo (2º por la izq) durante una merienda en el campo

De esta manera estas mujeres trabajaban todo el año en una cadena continua, con faenas a cual más ruda. No conocían el descanso o la buena vida, excepto las fiestas de guardar señaladas en el calendario, que había por costumbre descansar. El único aliciente que tenían estas mujeres en su aperreada vida era que vivían independientes a su manera, no se sentían obligadas a ningún dueño, dormían en su casa todos los días. Y como en el trabajo o en los caminos, cuando se dirigían al mismo, siempre iban en grupos, hablaban de todo, comentaban las novedades, cuando no se contaban historietas. Y muchas veces en los trabajos cantaban como alegre pajarillos. En su casa no eran tan desmañadas como parecían, salvo al hacer trabajos finos y meticulosos. Cuando se casaban llevaban la casa con la misma decencia que las demás.

No todas las mujeres del pueblo llevaban esta vida de la cual no se sentían arrepentidas. Había las mujeres de las casas pudientes, que no salían del pueblo y hacían de señoritas. Otras que, siendo de familia numerosa, se quedaban en casa cuidando los pequeños y las distintas labores que requiere un hogar. Y las menos, aquellas que no las gustaba el campo y sus penalidades, se iban de jóvenes a servir, pero en aquellos tiempos eran más esclavas que las otras, sufriendo los caprichos de sus dueñas, aunque eso sí, vestían a la moda y tenían el cutis más fino.

Los hombres tampoco escapaban del trabajo. Muchas de estas faenas de las mujeres también las hacían ellos, además de las más fuertes como labrar, cavar, segar y andar con las bestias y los carros en sus distintas faenas. Otras veces era el podar árboles y cepas de las viñas, en el invierno era cavarlas. En el tiempo de las eras, ellos se encargaban de realizar toda la serie de trabajos hasta conseguir separar el grano de la paja, cerrar en silos el primero y en los pajares la segunda. Siempre deprisa para evitar que se mojase la cosecha y estropease por alguna tormenta.

Por otro lado estaban los huertos, que siempre hay faena que hacer en ellos, desde las distintas faenas de azada hasta regar con agua de pie, de norias o de pozos, hasta los más modestos que tenían que sacarlo a brazo, a “cubete” o con “andaniños o patíbulo”. Cuando empezó a desarrollarse la mecánica, y por tanto también el país, los hombres que dependían de un jornal se compraron bicicletas que las daban las casas comerciales con toda clase de facilidades. Entonces con ellas se desplazaron en un radio de veinticinco a treinta kilómetros a buscar faenas, consiguiendo estas rápidamente por su comportamiento en el trabajo y la fama de que iban precedidos. Esto les valió el independizarse y vivir más desahogados económicamente. No por eso en los ratos que tenían libres echaban mano de nuevo a las herramientas campestres y se ponían a ayudar a sus familiares o amigos.

Los únicos que no trabajaban tan rudamente eran los ricachos en según qué épocas. Los intelectuales, o sea las fuerzas “vivas” del lugar, maestros, médico, veterinarios, boticario, cura y algún comerciante que trabajaba en la sombra atendiendo su establecimiento. Los demás en unas faenas u otras estaban empleados. Era curioso que en la mayor parte del año, si alguien se acercaba al pueblo en las horas diurnas del trabajo, no encontrara con quien hablar, como no fuera con algún viejo que su estado físico ya no le permitía trabajar. De esta manera Majadahonda en aquellos tiempos no era más que un pueblo o ciudad “dormitorio” como dicen ahora.

Majadahonda Magazin