JAVIER HUERTA CALVO. El profesor Javier Huerta Calvo, poeta y catedrático de Literatura, además de especialista en los Panero y en la Escuela de Astorga, escribe la segunda entrega del texto de su último ensayo que inicialmente publicó Astorga Redacción y que MJD Magazin extracta para sus lectores: “En agosto de 1938, Ricardo Gullón es internado en el Hospital de Alicante, aquejado de una angina de Ludwig, enfermedad que por entonces alcanzaba casi un 60% de mortalidad. Su estado de extrema gravedad lo lleva a perder el habla y a tocar las puertas de la muerte. En aquel trance recibe una visita inesperada, la de su gran amigo y pariente Juan Panero, que había fallecido justo un año antes: “Juan estaba a mi lado. No era una alucinación, no, él estaba allí y sonreía, le oí respirar más todavía y me tocó. Nunca como entonces he advertido que todo mi cuerpo se crispaba, que la sangre se paraba en las venas y no tenía voz, ni lágrimas, ni aliento. Sentí el calor de su brazo en torno a mi cuello; el peso de su brazo sobre mi hombro. Sentirme entre los muertos, sentirme a su lado y pensar que sólo por un azar, casualidad o como queramos llamar a los designios de la Providencia, estaba todavía vivo.”


Cualquiera que lo conoció sabía del espíritu religioso de Gullón, tan ajeno al nacionalcatolicismo instaurado por el régimen como a la gazmoñería beata de tantos. Su religiosidad era de filiación unamuniana, es decir, agónica; la misma del filósofo José Luis López Aranguren, a quien don Ricardo contaría tiempo después la ‘visión’ que había tenido de Juan Panero, según afirma en una tercera de ABC, publicada en 1987, a los cincuenta años de la muerte del autor de Cantos del ofrecimiento: “Una tarde, en el campo alicantino, sentí la mano de Juan posándose en mi hombro y creí oír, casi un susurro, la palabra ‘adiós’. ¿La oí, sentí la mano? ¿Fue alucinación? En 1956 o 1957, en mi casa de Santander, leí a José Luis Aranguren las páginas en que quise preservar el incidente. Hasta hoy solo él las ha visto. Y yo, que no creo en ‘eso’, todavía me pregunto si de verdad sucedió o fue toda imaginación, y nada menos que imaginación”. Sin duda, estas páginas a que se refiere, con algún cambio anecdótico, son las que comento de estas memorias inéditas.

Gustav Mahler

“Mahler deja oír su mensaje de esperanza con suma belleza. Se encienden las alturas al empuje de la música: ruedan los timbales al fondo, como un trueno seguido de las luces de los cobres y de la suavidad de las cuerdas. Leopoldo lleva muerto veinte años, Juan más del doble. Juntos ahora en ese Paraíso cuyas puertas abre la música de Mahler. Salas se abren, criptas se iluminan: los espacios de la memoria poblados de imágenes difusas registran un ir y venir de sombras cuya identidad no deja lugar a dudas, aun si los rostros se esquivan. «Al fondo de mis noches el dedo sabio de Dios traza una pesadilla multiforme e incesante» (Baudelaire) ¿Por qué una pesadilla? Dame, oh Dios, reviviscencias y anticipaciones, agua clara de tus manantiales. Palpita la memoria como un corazón, presintiéndolas, anhelando retenerlas y pidiendo que no cese Su dedo de trazar la línea de un destino, de nuestro destino, que si Él quiere, puede resolverse en luz y no en polvo.”

Juan Ramón Jiménez

El despertar de Gullón a la literatura había tenido lugar en el verano de 1922. Ricardo tenía catorce años. Después de presenciar un combate de lucha leonesa, ve pasar ante él, absorta, a una joven leyendo un libro de poemas. El libro era Eternidades, de Juan Ramón Jiménez: «Pedí a la muchacha que me prestara el libro unas horas, y aquella noche, inmediatamente después de la cena, me encerré en mi cuarto para leer y releer los poemas. Puedo reconstruir mis impresiones de aquella hora, al menos en lo relativo a la sorpresa que la lectura me produjo». El flechazo se había producido. Aquella joven desconocida había servido de médium entre el poeta de Moguer y nuestro crítico. Comenzaba así una relación que, primero de admiración, fue luego de amistad entrañable cuando nuestro crítico arribó a Puerto Rico. Para el joven Gullón, Juan Ramón era «el más cercano a [su] idea del poeta y quien mejor encarnaba la renovación poética que, sin razonarlo cabalmente, creía yo necesaria». Y en seguida vinieron otras lecturas: Cántico, de Jorge Guillén; Gerardo Diego («Gerardo ingenioso y Guillén difícil»); san Juan de la Cruz, César Vallejo y, ya después de la guerra, el impacto mayor, «el choque más intenso», Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, «experiencia única y definitiva». Definitivamente, sí, el veneno de la literatura, de la poesía, ya estaba alojado en sus venas.

El nuevo destino como fiscal jefe de la Audiencia de Santander no aminora su inquietud lectora. La ciudad cántabra es, junto al León del padre Lama y Espadaña, o la Córdoba del grupo ‘Cántico’, uno de esos admirables focos provinciales de poesía surgidos en la posguerra. Gullón consigue reunir a varios talentos poéticos jóvenes: Julio Maruri, Carlos Salomón, José Luis Hidalgo, el inolvidable autor de Los muertos, y José Hierro: «Anteayer leí a varios estudiantes, bajo el robusto laurel de la Editorial, la ‘Canción de cuna para dormir a un preso’, ‘Mili de Castro’ y otros poemas de Hierro. No hubo necesidad de palabras para convocar una emoción densa que poco a poco fue llenando el aire de la tarde. La poesía que no cesa surgía en el norte y en el sur y más allá de los mares, en Londres, en Boston, en Buenos Aires, afirmándose en la continuidad de la diferencia.»


Ricardo Gullón

«Por entonces o poco después empecé a pensar en la posibilidad de cambiar de vida y no sabía hacia donde encaminar mis pasos cuando una carta de Luis Cernuda, ofreciéndome el puesto de profesor de Literatura Española en la Universidad de Mount Holyoke en Massachussets, me sugirió el camino. Y como si hubiera concierto previo, Elías Torres me invitó a dar un curso en Duke University, en Carolina del Norte, y hacia el mes de agosto, cuando estaba veraneando […] recibí la carta de [Francisco] Ayala ofreciéndome un puesto en Puerto Rico. Extrañamente esta última carta no era como profesor de Literatura sino de Derecho, y debía haber sido por eso mismo lo que menos me interesara, puesto que una de las razones de mi cansancio de la vida anterior es que deseaba perder el contacto con una matera que no me gustaba, con un género de estudios a los que me sentía llevado por deber y no por gusto. Mas, por otra parte, la carta de Ayala me produjo una sensación de choque, algo semejante a la de quien oye de pronto una voz que ha estado esperando desde mucho tiempo antes, desde un instante oscuro de la vida, porque Puerto Rico para mí no era solo un nombre, sino una ilusión de retorno de mi pobre abuela Paula, secretamente transferida a mi inconsciente. En otro capítulo contaré lo que entonces me ocurrió, porque lo que en este momento interesa precisar es que al decidirme, al aceptar como acepté la propuesta de la Universidad de Puerto Rico, yo estaba, sin darme clara cuenta de ello, intentando romper todo mi pasado, intentando lo imposible: empezar de nuevo.»

Gregorio Morán

El inteligente pero malévolo periodista que es Gregorio Morán define la personalidad de Gullón como un «compendio de ángulos oscuros y pasillos luminosos» (El cura y los mandarines, Akal, 2014). Quienes tuvimos la fortuna de tratarlo y admiramos su colosal obra crítica, solo vemos en el maestro «pasillos luminosos». Estas memorias que, aun incompletas, merecerían que alguien, en lugar de hablar tanto, se dignase publicarlas, arrojan aún más luminosidad a esos pasillos por donde discurrió la vida y la obra de Ricardo Gullón.

Majadahonda Magazin