«Antoñete» murió en el hospital de Majadahonda y por ello forjó una leyenda vinculada a esta ciudad tan taurina

MANU RAMOS. «Toros: Diez años sin Antoñete. El mítico torero del mechón blanco, paradigma de pureza e icono taurino de la «movida» madrileña a raíz de su reaparición de los años 80, falleció en Majadahonda el 22 de octubre de 2011«. Así titula «El Correo de Andalucía» el reportaje del periodista Álvaro R. Del Moral desde Sevilla este 22 de octubre de 2021 en el que recuerda aquel «ruedo blanco» sanitario que era el hospital majariego Puerta de Hierro como «con la anochecida y el regusto de un festejo amable y triunfal llegó el retorno y la larga cola de coches por la carretera de Sevilla: Coria, Gelves, San Juan… Pero hubo una noticia que no tardó en circular por todos los móviles del toreo. Antoñete había muerto. La narración del festejo cigarrero iba a quedar en segundo plano mientras los plumillas se apresuraban a rescatar la biografía del torero madrileño para trazar su obituario. Chenel había dejado de existir en el hospital Puerta de Hierro de Majadahonda. No pilló de sorpresa: en aquellos días se había venido rumoreando el agravamiento de su estado. Los pulmones del viejo torero del barrio de Las Ventas, mellados a golpes de tabaco y toreo, no podían tener una nueva oportunidad. Tenía 79 años y venía peleando con una bronconeumonía desde hacía mucho tiempo atrás. Su presencia en el palco de comentarista de Canal Plus, también sus intervenciones radiofónicas, se habían ido espaciando a la vez que sus idas y venidas a los hospitales se convertían en constante. No podía haber una vuelta atrás».

Álvaro R. Del Moral

«Antonio Chenel Albadalejo, «Antoñete» en los carteles, había nacido en Madrid en 1932. Su niñez en el barrio de Las Ventas, la cercanía al manejo del ganado junto a su tío, mayoral del coso madrileño, acabarían determinando su íntima vocación torera. En 1946 llegaría el primer traje de luces aunque la alternativa, que tomó en la plaza de Castellón, se haría esperar hasta 1953. Antoñete consiguió pronto vitola de torero ortodoxo, de intérprete clásico de caro concepto aunque las lesiones y las cornadas, también los dientes de sierra de su propia vida, no le auparon al friso de las grandes figuras en aquellos años de forja. El torero del mechón blanco -una de sus señas de identidad- sí se hizo con un aura de bohemia, de matador de culto que tendría que esperar a su madurez para alcanzar la definitiva escalada a la primera fila del toreo», señala el autor del reportaje.

El tabaco acortó una vida que podía haber sido centenaria

Y concluye: «Antoñete se hizo presente en la escena capitalina en un momento de desenfadada vida cultural. No tardó en convertirse en el icono taurino de aquel Madrid que se asomaba a la nueva década con optimismo y descargado de prejuicios. Había sido adoptado como torero de la ’Movida’ y en un lustro prodigioso logró cimentar su definitiva impronta como gran figura del toreo. En 1985 fue testigo de la trágica cornada mortal de José Cubero «Yiyo» en Colmenar Viejo, un jovencísimo amigo y pupilo que le dejó en la más profunda desolación con su muerte. Ese mismo año se preparó su retirada en el ruedo de Madrid, la plaza de su vida, convertida en un acontecimiento en el que las cosas no salieron como se esperaban. Tampoco importó. La afición madrileña lo sacó a hombros del coso venteño recordando que, aquel mismo año, había firmado una de las faenas de su vida al toro ‘Cantinero’, del hierro de Garzón«, dice el autor.

 

 

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