IGNACIO LÓPEZ PICASSO. Recuerdo comenzar el proyecto del Edificio Fontán con algo de desgana y apatía. Se trababa de un edificio que ya habíamos proyectado en el pasado para servir de aparcamiento dentro del conjunto de la Ciudad de la Cultura, y que, por motivos que ahora no vienen al caso, se encontraba parcialmente ejecutado. El nuevo proyecto planteaba modificarlo para servir de edificio de oficinas con un presupuesto muy ajustado que implicaba realizar una propuesta sin refuerzos. Vamos, ese tipo de trabajo en el que de partida ya empiezas con pereza. Y para hacerlo aún más llevadero, en vez de un arquitecto, esta vez serían tres: Elena Suárez, Rafael Torrelo, y, claro, Andrés Perea.
Conocí a Andrés hace casi 20 años en nuestra primera colaboración con él, en el proyecto de unas viviendas en Majadahonda. Ya me habían advertido que sería duro, exigente y no muy receptivo a reticencias u objeciones… No habían errado ni exagerado en las advertencias. Andrés es un firme defensor de sus ideas y objetivos, pero lo que no habían añadido es que también es amante de las discusiones razonadas, especialmente de estructuras, que mal que le pese, es una de sus pasiones (no diría que oculta).
Así que ese enfrentamiento que debía terminar con mis huesos en la lona… se convirtió en el primero de innumerables «enfrentamientos» de los que tanto hemos disfrutado desde esa fecha. Por alguna razón que no llego a entender, Andrés confió en mí desde el primer día. Y menos aún si ponemos en contexto los 34 años de edad que nos separan y que Andrés era un arquitecto consagrado con edificios ejecutados con estructuras de gran complejidad resueltas por equipos de ingeniería estructural de primer nivel. Nunca he tenido claro si se trataba de algo premeditado, pero esa confianza de Andrés siempre fue para mí un arma de doble filo. Sí, sí… Tenía su confianza, pero debía responder por ella. Yo nunca tuve a Andrés como profesor, pero puedo afirmar que nadie me hizo estudiar tanto. Artículo completo publicado en la revista Metalocus