FEDERICO UTRERA. En noviembre de 2001 visité la “dacha” de Francisco Umbral en Majadahonda para llevarle “Libros de Madrid”, el volumen en prosa que acababa de editar con Hijos de Muley Rubio, editorial radicada también en Majadahonda. En mi prólogo recordaba que Umbral había rebautizado a Juan Ramón como «árabe oxfordiano«, añadiendo así “nuevos matices a los ecos arabigo-andaluces que viera Guillermo de Torre, muy cerca de los zéjeles y las muwaschajas” y el día se convirtió en una suerte de visita al templo. De Umbral solo conocía sus artículos en prensa, que tiraba a la piscina los libros que no le gustaban y que tenía un humor de perros. Con estos antecedentes me presenté junto al poeta Bretones y conocí la famosa “dacha”. Nos abrió la puerta María España, nos llevó hasta su marido y se ausentó. El escritor estaba tumbado en una especie de silla de dentista con las manos y pies flácidos. Se mostró extraordinariamente amable, pero nuestra timidez nos superó. No quisimos tomar nada, hablar de nada, escuchar nada. Con las mismas nos despedimos creyendo que ante nuestra pavorosa presentación el libro acabaría haciendo submarinismo, como otros miles que suponíamos llegaban a su casa.




No fue así y 16 años después Paula García le preguntaba a María España por la reseña que Francisco Umbral escribió sobre la obra, los “Libros de Madrid” de Juan Ramón Jiménez. ¿Era uno de sus poetas preferidos?: “Paco leyó toda su vida a los grandes columnistas, poetas y ensayistas. A él le interesó mucho todo menos la novela, pero Juan Ramón Jiménez, efectivamente, fue uno de sus poetas preferidos. Era un poeta muy particular y él lo leyó mucho, le llegó mucho y eso lógicamente le influyó a la hora de escribir. Era uno de sus preferidos y eso, después de haber leído a los poetas que leía, es decir mucho: no cabe duda que él no colocaba un adjetivo cualquiera en una frase sino era un adjetivo sorprendente. Esa característica la tenía Juan Ramón también”. En este mes de agosto de 2017 recuerdo la reseña que Umbral escribió:

FRANCISCO UMBRAL. Juan Ramón era un ciudadano de gris inglés que soñaba una ciudad delineada en torno a silenciosos enjambres de poetas. Era un sueño paralelo al de la República, o sea la República traducida por un poeta, con palomas y funcionarios, con artistas y premios Nobel. “Reclinados sobre la baranda de piedra de la Plaza de la Armería, negro el arco contra el cielo carminoso que el arco corta y eterniza…”. Juan Ramón Jiménez escribió mucho sobre Madrid, casi todo ello en prosa, y ahora se edita el título “Libros de Madrid”, que han hecho López Bretones y Sánchez Robayna, con más de un centenar de textos inéditos. Son frecuentes y entrañables estas ediciones azarosas de JRJ, pero nos preguntamos por qué no se da a nuestro mayor poeta del siglo XX en una edición total de varios tomos, con el debido acompañamiento académico, aunque él no era hombre de academias.

Rubén Darío

Hay por lo menos dos Madrid en los que va descubriendo el poeta. En su primera venida a la capital, instado por Rubén Darío, descubre el Madrid clamoroso y sucio de Jacometrezzo, por donde había fatalizado Ganivet en un eterno carnaval, y adonde le meten Rubén Darío y Valle-Inclán en plena orgía modernista. Es de donde él iba a obtener sus caricaturas líricas sobre vivos y muertos, es decir «Españoles de tres mundos«, libro y género singular que el poeta debiera haber cultivado más por la riqueza y originalidad con que se produce retratando literariamente a lo mejor de la literatura española. Hay otro Madrid, el de los años 20, la Residencia de Estudiantes y todo aquel mundo de la cultura, la ciencia y la amistad inteligente, por donde pasaron desde Luis Buñuel a Severo Ochoa.

Valle-Inclán

Este Madrid definitivo y norteño es el que gusta a Juan Ramón. Le gusta tanto que se lo inventa. Gente bien planchada, colina de los chopos, Madrid posible e imposible, altos del Hipódromo, etc. El inglés de referencias que hay también en Juan Ramón se complace en pasear e imaginar una ciudad que pronto sería la de los Nuevos Ministerios, ideados por don Manuel Azaña, es decir, mucha geometría, mucho arbolado, mucho silencio y algún tranvía perdido agitando su cascabel de calderilla, todavía con algo de tranvía de mulas y con algo de organillo, pero ya todo eléctrico y moderno. Aquí es donde se encuentra a gusto el poeta, aparte sus retiros a los sanatorios de los amigos, donde a veces le visita gente tan rara como Valle-Inclán. Y qué bien se entendían el dandy bohemiazo y el señorito andaluz recién lavado. Aquí es adonde vienen a verle quienes pronto serán la generación del 27 y donde el andaluz sueña un Madrid europeo, limpio, tranquilo como una inmensa ciudad universitaria por la que él pueda pasear pensando versos definitivos indefinidamente. Estaba ya ahí la dictadura de Primo y no digamos la guerra civil, pero el poeta hacía como que no se enteraba y seguía con sus sueños cívicos y líricos. Hay un mendigo que le mira detrás de los árboles, que le espía desde su hambre, y el poeta llega a tener miedo. Es un fleco de la revolución que ya se alarga hasta allí.

En la obra de JRJ se va produciendo, en esta paz, el tránsito del lirismo acumulado de Moguer al sentimiento depurado y lacónico de lo esencial. Aquí se anticipa el «Diario de poeta y de mar», aquí está naciendo una gran poesía europea y madrileña entre las arpas de los chopos y los soles de la colina. Hoy todo eso es un aparcamiento de coches. Porque Juan Ramón no trabajó en vano ni ociosamente cuando trabajó tanto, sino que, jardinero de sus profusos jardines interiores, tuvo que ir echando fuera toda la maleza modernista para quedarse cada día más puro, más silencioso, más lacónico, como ya hemos dicho, con un laconismo lírico que le fortalece y le acuña. Luego, mucho más tarde, en la vejez, vendría la totalidad arrolladora de «Espacio«, que le pone en las alturas de Eliot, como cuando las montañas se comunican por la cumbre, según dijera Nietzsche. Pero a la madurez tranquila, la piedra inalterable, la dureza sensible, pertenecen aquellos años madrileños de su gran poesía que, por añadidura, vendría a dar, como ya hemos dicho, toda una destellante generación.

Entre Moguer y Nueva York, éste es el Juan Ramón que más leemos, el ciudadano de gris inglés que soñaba una ciudad delineada en torno a silenciosos enjambres de poetas. Era un sueño paralelo al de la República, o sea la República traducida por un poeta, con palomas y funcionarios, con artistas y premios Nobel. Ya sabemos cómo acabó todo aquello, pero en cada una de las casas donde vivió Juan Ramón había un proyecto logrado de amor y poesía cada día. Todavía sabe uno encontrar la colina de los chopos, el Madrid posible e imposible en algunas tardes en que el otoño acuña oro, en que la primavera es un palomar cubista donde alguien está encerrado recitando al poeta. Las llaves las tiene mi querido Pepe Velasco.

Majadahonda Magazin