JORGE RUBIO. La escritora Ana Martín Méndez ha decidido compartir con los lectores de MJD Magazin los fragmentos de su novela Veinte comedias de amor y una noche desesperada en los que aparece Majadahonda como uno de sus escenarios. Un relato en el que la ciudad se presenta como un lugar sugerente y en el que se aprecian detalles de la cotidianidad de un día en la localidad, apareciendo escenas típicas como la de su tradicional mercadillo. Y aflorando un original estilo narrativo: «Con lo que más disfrutaba era con las series, las películas y —deformación profesional— los programas de decoración del canal Divinity. Hasta que Hillary, David y los hermanos inmueble entraron en mi vida no sé cómo pude sobrevivir sin una cocina abierta al salón, un espacio exterior para las barbacoas y un sótano para reformar. Aun así, mi debilidad eran —y serán— los vestidores. Y es que mis expectativas para el futuro, aunque adaptadas, seguían siendo las mismas que años atrás: una pareja estable, un trabajo estable y una casa estable en la que hubiera una estable colección de ropa y de accesorios de marca. Pero, a no ser que el mercadillo de Majadahonda —localidad madrileña en la que vivía— pueda ser considerado un establecimiento de lujo, lo cierto era que no había nada especialmente glamuroso en mi armario ni, por descontado, en mi vida».


«Cuando ganó el quinto millón se compró en las afueras de Madrid, en Majadahonda, una parcela situada en una loma desde donde se divisaba toda la localidad. En ella se construyó una casa en altura, mirando al horizonte, toda de madera y cristal, buena parte de la cual estaba suspendida en una plataforma. Así, la casa era un rectángulo, de cuya parte central sobresalía una pasarela exterior, de unos cincuenta metros de largo, solo sujeta por dos vigas de acero, oblicuas, formando un ángulo de 35º con la estructura del edificio. En ella instaló una piscina infinita, con paredes y techo de cristal, de manera que al entrar en la estancia solo se contemplaba el agua y el cielo. Una vez dentro, al nadar hacia su extremo final, una sensación te embriagaba y te envolvía: la de estar flotando en el espacio en una masa de agua caliente que apenas te contenía», desvela otro pasaje de la novela editada por Planeta.

Otro fragmento en el que Majadahonda hace su aparición es el siguiente: “Hola, no sé si te habrá pasado alguna vez, pero con el tiempo vas acumulando vivencias, o experiencias, que te guardas para ti mismo y que nunca compartes con nadie; sin embargo, un día cualquiera todo fluye y se las cuentas a un completo extraño. Y leyendo tu perfil me ha parecido que tú podías ser esa persona. Quizá las viví para compartirlas contigo. Si te parezco bien, y como veo que vives en Majadahonda, tal vez podíamos quedar mañana a las nueve en El Ochenta (calle Norias, 80), para tomar unas cañas, y después ir a cenar al Jardín de la Máquina, al lado del Hipercor de Pozuelo. ¡Espero tu respuesta!”

«Apenas tuve que esperar a mi paso por las rotondas de Majadahonda, que eran muchas y con mucho tráfico habitualmente a esas horas de la mañana pero, por una vez, el mundo se puso de acuerdo para favorecerme. De camino hacia Las Rozas, que era donde estaba mi nueva oficina, no podía dejar de pensar que, en ese instante, nadie había más feliz que yo en el planeta Tierra», evoca Ana Martín Méndez. Y prosigue: «Mientras bajábamos hacia Majadahonda pensé que tal vez Alejo querría dar un paso más y me pediría que pasáramos la noche juntos, pero no llegó ni a insinuarlo. Se despidió de mí como un caballero, eso sí, con otro beso, aunque tímido esta vez, sin ni siquiera concertar nuestra siguiente cita».

«Nos presentamos en Majadahonda cerca de las tres de la madrugada, aunque no especialmente cansados. Al llegar a mi casa, abrió mi puerta nada más aparcar, me tendió su mano para ayudarme a salir del coche y me besó, una, dos, diez, cien veces me besó; y también una, dos, diez, cien veces me abrazó. En ningún momento dijo que no quería marcharse; sus besos lo decían por él, sus abrazos lo hacían por él. Y lo que aseguraban era que no podía despedirse, desprenderse de mí», detalla otro de los pasajes de Veinte comedias de amor y una noche desesperada.

«—Yo me arriesgaría —aventuró Juan—. Además, si quieres dar un paso más la tendrás que invitar algún día a tu casa, me refiero a tu casa de Majadahonda. Y ésta no es precisamente corriente, y la hizo ella. ¿Crees que no la va a reconocer aunque a ti no te ubique? De nuevo, mejor que la prevengas antes. Quizá Juan tuviera razón. Alejo pensó en su casa de Majadahonda y recordó la primera vez que tuvo contacto con Marina. Había contratado a un estudio de arquitectura para que le construyeran su vivienda, con más problemas que alegrías desde un principio. Él era consciente de que no sabía lo que quería, aunque sí lo que no quería, si bien los arquitectos que le proponía el estudio se empeñaban en ofrecerle todo tipo de variaciones sobre la última opción. A punto estuvo de cambiar de empresa, hasta que un día recibió un correo electrónico de una nueva diseñadora que acababan de fichar», relata la autora.

«Estrábicos se le pusieron a mi madre esos dos ojos raros que tenía en cuanto reparó en la luces, pero es que se le iban, y ella detrás, por más que yo intentaba alejarla de la fuente de ignición. ¡Qué imán!, pero no definido como esa gracia que seduce la voluntad, sino como ese mineral que atrae, desconcierta, atonta y atrapa al hierro, al acero… y a todos los viandantes de Majadahonda y demás pueblos de los alrededores«, describe Ana Martín Méndez. Y prosiguen las menciones: «Y si alguna duda le quedaba acerca de quién era Rodrigo en realidad, un par de días después de la comida de Navidad pudo comprobarlo cuando se encontró con él, por causalidad, en un centro comercial cercano a Majadahonda a donde Blanca había acudido a comprar los regalos de Reyes, encontrándose también con la sorpresa de que su ex marido iba con compañía, y femenina».

Una obra en la que Majadahonda sigue siendo el marco protagonista de diversas escenas: «Y aún a riesgo de caer en otro de los tópicos femeninos, como es la ropa, antes de marcharnos cada una a nuestra casa organizamos una excursión para el sábado siguiente con el fin de completar la recuperación de Sabrina. ¿Destino? Mi espacio multi marca favorito, a la sazón el mercadillo de Majadahonda, donde podríamos comprar más por bastante menos, y con bastante estilillo, por cierto.»—Habiendo visto las dos casas de Alejo, tanto la de Majadahonda como la de El Escorial, sabía que no me equivocaba al elegirte. ¡Pero te has superado a ti misma! ¡Esta casa es perfecta! ¡Perfecta para mí!», prosigue.

«Tardé solo cinco minutos en recorrer los diez de coche que me separaban de su casa, que si mi Mini no murió ese día a las puertas del cielo estuvo. Y es que a fin de llegar hasta allí lo más rápido posible, esquivé los pasos de cebra, con peatones cruzando, para lo que tuve que comerme varias aceras, con sus consiguientes farolas y papeleras. Asimismo, me salté todos los semáforos en rojo que encontré por el camino y no respeté ni un solo ceda al paso en las decenas de rotondas que controlan el tráfico en Majadahonda«, detalla otro pasaje.

Y concluyen las menciones: «No obstante, una vez allí ni siquiera llegamos a entrar. Habíamos quedado en el Vips de Majadahonda, junto a la Plaza Colón y, como tantas otras veces en el pasado, como siempre en realidad, me estaba esperando en la puerta, con su cuerpo apoyado contra la pared y sus brazos cruzados. Nada más verle caí en la cuenta de que aún seguía llevando, junto a su reloj, la goma con la que yo solía recoger mi coleta, aquella que un día me quitó con la excusa de dejarse crecer el pelo. Mentiría si no dijera que el estómago me dio un vuelco, aunque recapacitando a continuación di en pensar que tal vez fuera un gesto premeditado, en un intento de predisponerme a su favor».

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Majadahonda Magazin