Concha Zardoya «vivió apartada, con sencillez y humildad, de los círculos literarios, y eligió una vida en la sombra» desde Majadahonda

MERCEDES RODRÍGUEZ PEQUEÑO. *Real Academia de la Historia. María Concepción Zardoya González, conocida como «Concha Zardoya» o con el pseudónimo de «Concha de Salamanca» nació en Valparaíso (Chile) el 14 de noviembre de 1914 y falleció en Majadahonda (Madrid) el  22 de abril de 2004. Esta poeta y crítica literaria española nacida en Chile, llega a los diecisiete años a España porque sus padres habían sentido “la llamada” de la nueva República. Durante los cursos 1934-1935 y 1935-1936 estudió en la Universidad de Madrid y en sus versos plasmó su fascinación ante los ilustres profesores. La Guerra Civil fue un hecho decisivo en la dirección que tomaron su vida y su obra: la tragedia la convirtió en poeta y la marcó para siempre humana e intelectualmente. Los tristes años de la contienda los pasó en Valencia en intensa actividad. Trabajó en Cultura Popular y como encargada de la Emisión radiofónica llevó a Miguel Hernández para que leyera unos poemas.


Mercedes Rodríguez Pequeño es profesora de Literatura en la Universidad de Valladolid

En 1939 regresó a Madrid. Aunque su primer acercamiento al mundo artístico fue como pintora y su primera publicación un guión cinematográfico sobre Goya (1941), entre 1943 y 1949 ejerció como entusiasta profesora y, con el seudónimo de «Concha de Salamanca» —por la admiración a Unamuno y a esa ciudad—, escribió cuentos, historias de aventuras y leyendas para aquellos primeros alumnos de enseñanza primaria. En 1946, un año antes de terminar su licenciatura en Filosofía y Letras, publicó su primer libro poético. Y para los alumnos universitarios tradujo libros de poesía (de Walt Whitman y Charles Morgan). Aquellas experiencias de la guerra y la posguerra están recogidas en los primeros poemas publicados en «Hora de España» y en muchos libros posteriores («Pájaros del Nuevo Mundo»; «Dominio del llanto», «Corral de vivos y muertos»).

De esta primera época, data su amistad con Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Miguel Hernández. A lo largo de los años, perduró su relación con Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Rafael Alberti, Jorge Guillén y con sus compañeros de generación, Gabriel Celaya, José Hierro, Leopoldo de Luis. Junto a Carmela Iglesias, Carmen Conde, Amanda Junquera y Josefina Escolano forman durante la guerra “el grupo de las cinco”, cuya amistad siempre mantuvo. Su vinculación con el mundo de la poesía se refleja en muchos de sus poemas y a ello dedicó el libro «Los ríos caudales» (Apología del 27). Sus silenciados sentimientos amorosos, de los que solo tenemos una escondida alusión en sus versos a José María Quiroga Pla, quedaron plasmados en un libro, todavía inédito.

Su vida siguió el compás de los acontecimientos históricos y su obra se convirtió en una autobiografía íntima poética. De 1948 a 1977 vivió su destierro en los Estados Unidos, impartiendo clases en diversas universidades americanas (Illinois, Tulane, California, Yale, Indiana y Boston). La poeta reconoció que, a pesar de estar rodeada de amigos, su alma guarda la ausencia de amor y de hijos, y su cuerpo es como una casa vacía. Alejada geográficamente, sus poemas ponen de manifiesto la dependencia espiritual de España y aquellas vivencias están recogidas en libros como «El desterrado ensueño», «La casa deshabitada» o «El corazón y la sombra».

En 1977 retornó a Madrid. Se dedicó a escribir poesía, amar, contemplar, leer y distinguir “las voces de los ecos”, enarbolando su lema: estoicismo, creación y solidaridad humana. A través de su comportamiento y de su poesía, se manifiesta como una intelectual comprometida. Dijo: “El poeta no puede ser cómplice de injusticias ni de crueldades. Ni debe ser oportunista, si no quiere corromperse como hombre y, en consecuencia, como poeta. Ha de ser el reloj despertador de conciencias, honradamente sonando en la hora justa”. Y añade en «El poeta y la política» (1986) “del grado de honradez de los intelectuales de un país dependen la salud y el progreso cultural y moral de sus habitantes”. Y aquella fuerza humana y la capacidad de lucha no sólo se manifestaron en sus años juveniles o del exilio, también en España acoge en su casa a Carmen Iglesias, a quien en los últimos años cuidó hasta caer exhausta.

Desde su regreso de los Estados Unidos, vivió apartada, con sencillez y humildad, de los círculos literarios, y eligió una vida en la sombra, aunque siempre recibió con entusiasmo los muchos premios otorgados —el Boscán (1955), el Fémina (1975), el Café Marfil (1980), el Ópera Óptima (1983), el de Poesía Prometeo (1988) y el Francisco de Quevedo (2000)—, y homenajes, como el de Majadahonda que dio su nombre a la biblioteca municipal (1997) o el de la Asociación Prometeo de Poesía. En su edad última, mostró el deseo de alcanzar el don de la serenidad, conservando el alma sensible, cualidad que más le ha perjudicado, porque le ha hecho sufrir, y de la cual se sintió siempre más satisfecha porque conformó su ser. Al cumplir los setenta años empezó a ordenar sus cosas, “el final de su vida y de su obra” y como despedida escribió una trilogía —»Senecta», «Última Thule» y «Final germinación»— con la que pretendía decir adiós a la poesía. Después de hablar de la muerte y de la nada, ya no podía tratar otros temas, sería volver atrás en la línea progresiva de creación, que había ido siempre paralela a su desarrollo vital y había sido testimonio de su ritmo intelectual. Con una excepción, pues como ella se consideraba en deuda con la poesía infantil, escribió «Ronda del arco iris». Descansa en la tumba familiar del cementerio de la Almudena de Madrid. Bibliografía de Concha Zardoya.

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