«Aunque, previsor, dejases esa estatua, de S. Peña, costeada por ti, naturalmente, en el Carralero. A la vista, atónita, de quienes observan la extraña figura de un hombre trajeado, garrota en la mano, a quien flanquean una oveja y un mastín, acechando la carretera que bien podría llevar a Extremadura y al Océano Atlántico, en una derrota imprevisible sino para tu ojo previsor.»

VICENTE ARAGUAS. (30 de octubre de 2024). No te olvido, Tomás. A veces me siento en una sillita de enea, hay quien le dice anea, recuerdo tuyo, de tu estancia larga y generosa en esta tierra. Me siento en ella y te recuerdo con la misma nitidez de tus ojos claros, opacos ya en tus días finales en Ballesol, Majadahonda. Fui a verte, Calle del Cierzo, veo ahora, entonces no había reparado en el nombre. Fui a verte, digo, ya en la escombrera de la edad, esa que empieza a tirar de mí ahora. Y fue un encuentro difícil: tu vitalismo se resistía corajudo al tirón definitivo del tiempo. Eras tú mucho para dejarte llevar hacia donde no hay vuelta atrás. Aunque, previsor, dejases esa estatua, de S. Peña, costeada por ti, naturalmente, en el Carralero. A la vista, atónita, de quienes observan la extraña figura de un hombre trajeado, garrota en la mano, a quien flanquean una oveja y un mastín, acechando la carretera que bien podría llevar a Extremadura y al Océano Atlántico, en una derrota imprevisible sino para tu ojo previsor. Tomás, yo te decía “Tomillo” y tú a mí, “Romero”, y aclarabas que porque este huele más. Y no me disgustaba la comparación porque no desdecía el punto campero que contigo iba, nativo de una Majadahonda muy ajena a aquella en la que te conocí, a través de Emilio Antelo, de él las fotos, inauguración de la estatua que exalta a “El majariego autóctono”, y la tan notable de los rebaños ocupando como ejército quijotesco el centro de Madrid.

«Tomás, yo te decía “Tomillo” y tú a mí, “Romero”, y aclarabas que porque este huele más.»

CONTIGO AL CENTRO. Con la mirada cargada de utopías, la de aquel niño evacuado, doce años tenías, de nuestra Majadahonda en la línea de frente. Un niño que fue a Hoyo de Manzanares y, algo se te escapaba en nuestras conversaciones por más que el tema te fuese ingrato, fuiste “pionero”, pañuelo rojo al cuello y puño cerrado, como otros se fueron a El Pardo, Cerceda o Miraflores de la Sierra. No te gustaba el tema, y si te hablaba de Negrín, pongo y puse por caso, fruncías el ceño. Yo creo que eras conservador, o abiertamente de derechas, pero abierto, comprensivo, quiero decir, hacia los puntos cardinales ideológicos. Y dueño de un capital importante te explayabas en causas benéficas. Bien que te gustase dejar tu impronta en estatuas y bustos. Y aquí de nuevo tú convertido en Quijote majariego que, en el decir cervantino, habías dado en “la extraña manía” de imortalizarte en estatuas y bustos e incluso en libros, como aquel en el que nos hablabas de la neurastenia o melancolía o depresión por ti padecida, en los tiempos en que habías sido o acababas de ser administrador en La Florida. Librillos sin intención de dejar huella.

«Una Majadahonda muy ajena a aquella en la que te conocí, a través de Emilio Antelo, de él las fotos, inauguración de la estatua que exalta a “El majariego autóctono”, y la tan notable de los rebaños ocupando como ejército quijotesco el centro de Madrid.»

«El majariego autóctono” ya no hay quien la mueva»

EL BUSTO, ME HABLASTE DE UNO, NUNCA LLEGUÉ A VERLO, DONADO JUNTO A UN PIANO AL CENTRO DE MAYORES REINA SOFÍA. Estatuas; la de nuestra Gran Vía dedicada, precisamente, a los veteranos (ahora que yo lo soy te diré que de todas las palabras que nos dedican esta, o viejo, al modo del libro o del vino, es mi favorita) o la de El Carralero. El hombre de la estatua de la Gran Vía es cierto que se parece a ti, pero nunca pude cotejar hasta qué punto no era, el asignártela, hipérbole tuya. En todo caso “El majariego autóctono” ya no hay quien la mueva. Si bien el cercado de madera haya desaparecido, Y no cuajase tu “horor vacui” dispuesto a rodearla de todo tipo de fauna en bronce. Buen criterio el no permitirla, te digo la verdad, buen “Tomillo”. Y te diré que, después de muerto, creí verte en un autobús de Llorente en el rostro dulce de un hombre mayor. Me dirigí a ti, a través de el, al hombre tan Descalzo Aparicio que había subido en El Plantío. Y me dijo, pura gentileza, que era tu hermano. Eso me dijo, y en él creí verte. Volveré a ti. Contigo, Buen Tomás, “majariego autóctono”.

Majadahonda Magazin