VICENTE ARAGUAS. (21 de noviembre de 2024). La Fábrica de los Sueños: Zoco Majadahonda. Nunca podría vivir sin el cine de los domingos. No sería posible para aquel niño dominical, en la provincia lafarguiana, de tebeos de Bruguera (en mi pueblo “chistes”), con Mortadelo y sus mil disfraces, y el reporter Tribulete (“que en todas partes se mete”) y las hermanas Gilda y la Familia Trapisonda (“un grupito que es la monda”) iluminando unos ojos que ya chispeaban con la vecina de enfrente, asomando en combinación a través de la ventana abierta al sol del membrillo, no sé. Ah, pero el cine de los domingos, “sesión infantil”, con el Gordo y el Flaco, los Hermanos Marx y “Marisol rumbo a Río” intermediaban un día estupendo sino que al siguiente te esperaba una sesión, tantas veces tediosa, no ya de cine sino de escuela donde había dómines, algunos, escapados de Quevedo y Villegas, que disimulaban su ineficacia con gritos y susurros sarcásticos como el tiempo aquel tan gris, tan de ala de mosca (no se dejaban atrapar sino de los discentes más habilidosos, manos rápidas contra el aparato visual mosquil, tan impecable para el mes escaso de sus vidas.) Ah, pero el cine de los domingos que me permitió sobrevivir a los primeros desengaños, traiciones, desencantos, que me protegió de los sabañones (“este niño come con un sabañón”, ya no se dice) en aquellas casas menos cálidas que las salas de cine (¡yo os saludo!). El cine de los domingos, como el pollo de corral donde los abuelos; nunca los he vuelto a ver, tampoco al pollo aquel, sabroso como un día de playa y sol moderado.
NO ME QUEDA CASI NADA DE TALES DÍAS DEL CINE DE LA INFANCIA Y DE LA ADOLESCENCIA poblada ya de jazmines, pero aún conservo, ¡y qué bien!, los cines del Zoco de Majadahonda. Adonde me dirijo los domingos, sesión de las cuatro de la tarde. La sala, entonces, casi vacía (pero salgo de la primera oscuridad y me encuentro gente y gente, tanta como el bajel de Grecia de Lluis Llach, acunados en la cuna de los dioses cinematográficos.) Y yo ya he renovado mi tarifa anual, apenas 100 euros, cada sesión al precio de 5,50, casi nada para los tiempos humillantes que vivimos. Y ya estoy adentro, arropado por Paula y María, en la barra del bar que ahora es también taquilla (la de afuera, la de siempre es “art-deco”, refugio del taquillero invisible), esperando entrar. Y vuelvo a ver a Francisco Umbral, pantalón gris de franela inglesa, chaqueta cruzada, al borde de una muchacha en flor, como si dijéramos, sentados los dos en aquellos taburetes que se llevó el viento, muy tal vez camino de la Batalla de la Niebla. (Los majariegos siempre estamos tomando la Carretera de La Coruña, como el diciembre-enero del 36-37, los rumanos, Pablo de la Torriente, Miguel Hernández y todo aquello, tan de nosotros siempre.)
Y ESTE DOMINGO VI “WALDO”, EN LA SALA 1, Y ME PUSE MUY TRISTE porque Waldo de los Ríos, mucho más que el masacrador de Beethoven y Mozart, hoy no hubiera tenido que disimular su inclinación en un matrimonio, tan falso, tan Pisano, como el pelo de Simeone. Y no se hubiera destrozado la cabeza luego de haber regado con fotos de un efebo desnudo la cama donde iba a yacer para siempre nunca jamás. Y me puse triste con esa tristeza admirativa ante la belleza generosa que vuela con esta película que vi en el Zoco de Majadahonda. Sabiendo que como “Marco”, otro “must”, estará pronto en las televisiones de pago. Pero, lo dejó dicho hasta el infinito Don Antonio Machado y Ruiz: “todo necio confunde valor y precio.” Y a ello me atengo. ¡Viva el cine! ¡Viva la Cooperativa del Zoco de Majadahonda!
Yo solía ir cuando todavía eran Renoir, nombre premonitorio del futuro tan noir que les esperaba. O más que eso, un porvenir renoir, requeterenoir, de no ser por la determinación del pueblo majariego. Ya se sabe, que al pueblo unido…, que no le cuenten películas, que las quieren ver con sus propios hijos, y así, todos juntos, llorar de sus ojos si es la última de Almodóvar y así les place, que para eso están en su cine, ocupando sus butacas.