«En el almuerzo que digo, Pepe Hierro (1922-2002) a pesar del enfisema tan competente que lo estaba matando, se movía con la ayuda de la bombona de oxígeno, comía y bebía con apetito extraordinario. Fue al decirle el camarero que no podía preparar solo para él el cabrito que ansiaba repetir. Como ninguno de los comensales se avino a compartirlo montó en cólera. Que hube de pagar yo.»

VICENTE ARAGUAS. (7 de diciembre de 2024). Pepe Hierro bebía la vida en vaso largo. Con Pepe Hierro, y pocas veces vi un apellido que le cuadrase tanto a un hombre (el hipocorístico se lo dedico, no por confianzudo sino por concesión a la costumbre), tuve una cierta amistad con él. Como la tuvieron tantos otros, y en mi pared cuelga, dedicado, uno de aquellos dibujos que enhebraba, los hilos de la urdimbre, digo, con vino sobre papel o, en mi caso, decorando el menú de una cena. La que compartimos en el último Premio Esquío que gozó con su presencia, moriría un mes después, el 21 de diciembre de 2022. La cena en cuestión fue justo cuando llegaban noticias de que un petrolero llamado “Prestige” comenzaba a provocar aquel desastre ecológico. Y Pepe Hierro terminó en ella de “perdonarme” el que en el almuerzo anterior yo hubiese señalado que su amigo Sabina era mal poeta pero buen letrista pese a su tendencia a las consonancias, con el peligro del ripio, algo en lo que también incurre, con descaro, Joan Manuel Serrat. Del incidente dejé prueba en un poema de mi libro “Ayer y todavía”, llamado, precisamente; “Pepe Hierro bebía la vida en vaso largo”. Y en el que di en decir, entre otras cosas: “Luego me dijo, con aquella voz/ enroquecida: “Usted no tiene/ ni puta idea”, cuando opìné/ que un cantante amigo suyo/ no valía nada como poeta.”

«La cena en cuestión fue justo cuando llegaban noticias de que un petrolero llamado “Prestige” comenzaba a provocar aquel desastre ecológico. Y Pepe Hierro terminó en ella de “perdonarme” el que yo hubiese señalado que su amigo Sabina era mal poeta pero buen letrista pese a su tendencia a las consonancias, con el peligro del ripio, algo en lo que también incurre, con descaro, Joan Manuel Serrat«

En el almuerzo que digo, Pepe a pesar del enfisema tan competente que lo estaba matando, se movía con la ayuda de la bombona de oxígeno, comía y bebía con apetito extraordinario. Fue al decirle el camarero que no podía preparar solo para él el cabrito que ansiaba repetir. Como ninguno de los comensales se avino a compartirlo montó en cólera. Que hube de pagar yo. Pepe Hierro, que tan nervioso ponía, como poeta, digo, al muy exquisito José Ángel Valente, quedó definido para siempre en el título de su libro de 1947, “Alegría”, Premio Adonais. Que redimió a aquel prisionero del franquismo, entre el 39 y el 44. Y es que Pepe Hierro, caído Santander en manos sublevadas (e italianas) formó parte de una especie de “Socorro Rojo”, para ayudar a los presos, uno de ellos su propio padre, radiotelegrafista detenido puesto que había sido él quien intervino el cable que, desde Burgos, incitaba a Santander a unirse a los de Franco. Como es de suponer Hierro, una vez en la calle, se encontró como un náufrago en tierra. Y trabajó en oficios eventuales diversos. Alguno bien humilde. Y de ahí que me dijera una frase que he repetido a quien me ha querido oír: “Desengáñese, uno puede trabajar en lo que sea, siempre y cuando no pierda la dignidad”.

«En mi pared cuelga, dedicado, uno de aquellos dibujos que enhebraba, los hilos de la urdimbre, digo, con vino sobre papel o, en mi caso, decorando el menú de una cena»

Toda una sentencia, Luego Pepe Hierro fue sacando la cabeza, ayudado de su talento poético, Sumamente versátil: que lo llevó de una cierta poesía pura, a lo JRJ, por ejemplo, pero sin la intensidad juanramoniana, al menos al principio, al ámbito beligerante. Luego, después, de superada la poesía social a palo seco, Pepe Hierro experimentaría, llegando incluso a un cierto misticismo. Un raro este hombre que nutría su poesía, no de la soledad encerrada en un despacho, sino de su presencia en los bares, donde era familiar la cabeza como de tártaro de un hombre como cualquier otro que cavaba sus viñas en la finca de Titulcia, y en sus días ferrolanos (del Premio Esquío, donde se hizo habitual) llegó a ser popular entre las pescantinas del Mercado adonde iba con frecuencia. Mi padre, viejo militar disfrutaba viéndolo en televisión, y me decía. “Este, este me gusta, y no los mariposones de tus amigos los poetas, tan delicaditos ellos”. Traté `por primera vez con Pepe en Madrid, Casa de Velázquez, cuando en un recital poético aburridísimo (por más que en él se hallasen Tomlinson, Sanguinetti o Colinas) descubrí alborozado los muslos de Beatriz Villacañas, generosamente expuestos. Extasiado le dije a Hierro: “Maestro, ¿ha reparado usted en las piernas de la poetisa?” Y fue Don Pepe y dijo: “¡Caray, chico, llevo todo el tiempo mirándolas! Pensé que no habías reparado en ellas.” Definitivo.

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