CRESCENCIO BUSTILLO. De la vida de mi casa en esta edad, ya lo he dejado sentado cuando narraba a mi familia: era el pequeño de la casa, y por tanto, el más mimado por todos. Si hacía faltas, uno u otro se aprestaban a tapármelas o defenderme si eran descubiertas, pero cuando murieron mi padre y mi hermano Alfonso, más la falta de mi hermano Gumer, todo cambió de golpe. Tuve que trabajar de firme, sin apenas explicaciones, sin desmayo y sin derecho a protestar, pues como era menor de edad no se tenían en cuenta mis protestas, aunque a veces me sobrara la razón. ¡Cuantas veces mi madre me llamaría «mocoso» por este motivo!.


Crescencio Bustillo

Así empecé el oficio de labrador, con algunas enseñanzas a la ligera sobre como debía de aprender. Tenía 13 años cuando me entregaron un par de mulas, que era bastante desigual pues mientras una de las bestias era buena, la otra era una reservona y llena de picardías, que muchas veces me hacía encorajinar y hasta llorar de rabia. Parece mentira el instinto de estos animales, cuando intuyen o saben que su conductor es un chico, la de marrullerías que sacan para reírse de él, y de paso librarse cuanto pueden de no esforzarse en el trabajo que tienen encomendado.

En estas condiciones pasé un año más hasta que aprendí el oficio y, de paso, dominar completamente a las bestias, que cuando vieron mi firmeza me obedecían sin rechistar. Más bien creo que, a su forma, reconocían mi superioridad y por tanto al dueño con quien tenían que habérselas. Prueba de ello era que cuando entraba de la calle sin haberme visto y estaban ellas en la cuadra descansando, empezaban a relinchar, saludándome. Y cuando luego las echaba de comer me hacían caricias con el morro en señal de agradecimiento. Esto por una parte me agradaba porque me reconocieran pero por otra no me gustaba, porque cuando relinchaban se despertaba mi madre, y si veía que era tarde, me ganaba el «rapapolvos» o la bronca. Mañana: mi primera experiencia en un burdel.

 

 

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