LIDIA GARCIA. “En invierno, esto es jodidamente deprimente”, dice Cristian Balea, un hombre que, como muchos de su generación y en su país, ha pasado por España. “Majadahonda, Aviación Española, Leganés, Lavapiés…”, recita. Es la lista de los lugares en los que vivió en Madrid. Sus padres desembarcaron en Sulina en 1973 para trabajar en la planta conservera. El edificio abandonado sigue en pie, tétrico y gris, para dar la bienvenida a quienes llegan por el río a la entrada del pueblo, un sedimento de la era Ceausescu en medio de algunos de los paisajes más deslumbrantes del Europa». El reportaje titulado «Del mar del norte al mar negro» publicado por Marc Bassets y Óscar Corral en «El País» se detiene en Sulina (Rumanía). Su veraniego viaje comenzó en la ciudad belga de Ostende y terminó al final del delta del Danubio, en un pueblo aislado que un día fue sede de una antecedente de la Unión Europea.


El Mar Negro de Rumanía, lugar de vacaciones de los rumanos

«Cristian Balea es el pintor oficioso de Sulina. Pinta edificios, paisajes. Se sienta junto a un muelle y esboza un dibujo de San Pedro y San Pablo, dos calles más allá, la iglesia de los lipovanos, una minoría de origen ruso que en el siglo XVIII se instaló en el delta. Después le pasa el dibujo a Livia, una muchacha a la que da clases de pintura, y ella lo completa con acuarelas. Suena un móvil. Alguien quiere alquilarle a Cristian Balea un apartamento para pasar las vacaciones. “Me llamada todo el mundo. ¿Tienes habitaciones? ¡No! ¡Está todo lleno!” En otras circunstancias, muchos rumanos habrían pasado las vacaciones en Grecia o en Turquía (o en Barcelona o en París). Pero este es el año del turismo interior», concluye. Servidumbres del coronavirus.

 

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