Escribe de forma original, con melodiosa armonía musical, género que tanto le gusta, y trata de hacerse un hueco en el panorama cultural hispano sin la sombra de su padre. «Hace unos años decía ‘estar’ Sin Blanca y ahora calza unas Chelsea Boots. Así se llaman los dos grupos musicales que ha liderado Santiago Isla (22) desde que empezó a picarle el gusanillo de la música en la adolescencia. Siendo el primogénito de Pablo Isla (53), presidente del imperio Inditex desde que Amancio Ortega (81) dejara el cargo en 2011, resulta curioso el nombre que escogió para sus dos bandas. Mientras el primero en una antítesis de su verdadero estatus económico debido a los más de 10 millones de euros que gana su padre al año, el segundo podría verse en un catálogo de la firma gallega ya que esas botas se convierten en un must have cada temporada. «Nosotros ya tenemos nuestras propias botas, no hace falta que nos las regale nadie», explicaba Santiago a «El Español» queriendo separar los negocios de su padre de su aventura en la música».


Y es que Santiago Isla «es licenciado en Derecho, como su padre, y ahora posa con aires modernos en las fotografías de promoción de su banda, mientras el elegante traje con el que recogió su título de Derecho permanecerá a un lado hasta nuevo aviso. «Fue una etapa en mi vida que pasó, que está bien, estoy contento de haber estudiado la carrera», explica. Y aunque pudiera parece que su padre le empujó a hacerlo, nada más lejos de la realidad: «Lo elegí yo, mi padre no tuvo nada que ver. Pero es que cuando eliges una carrera, con 17 años, no sabes lo que quieres ser en la vida, vas con los ojos aún vendados y tampoco tenía claro siquiera que quería ser músico. Forma parte de la evolución natural, yo era buen estudiante y entonces no iba a no estudiar una carrera, eso tampoco era algo que me planteara y a medida que avanzas en la carrera empiezas a ver tu vida en términos más adultos y en los dos últimos cursos tenía claro que quería centrarme en la música y que el Derecho no estaba mal pero que acabaría la carrera y ahí se quedaría».

Ahora en ABC «escribo por necesidad, sobre cultura y sobre la vida. Lo demás es secundario y no me importa mucho», confiesa. Y su último artículo lo titula «Una calle en Majadahonda»: «Aprovechando que el miércoles fue domingo en Madrid, fui dando un paseo desde mi casa al museo del Prado, cuatro kilómetros de ida, con parada en Velázquez y Tiziano y luego marcha atrás, sin graves consecuencias, cuatro kilómetros y pico hasta mi casa de nuevo. La primera ruta la hice bajando Princesa, cruzando la Gran Vía. Qué fea está la Gran Vía, con las tripas para fuera, con lo feíta que es habitualmente y mira que ahora está más fea. Su modesta megalomanía nos recuerda que Madrid es provinciana, que la Gran Vía es un Chicago de segunda, que mientras Europa florecía Madrid era una cosa pobretona y catetilla. El Museo del Prado es algo tan increíble que me hace querer ser coreano y visitarlo por primera vez».

«Ya de vuelta, decido cambiar mi ruta. Quedaba en el recuerdo el desvío que me plantó frente al Congreso de los Diputados, Partenón de llaverito. Dicen los enterados que en una chapucilla se tapó el techo gruyere que nos legó Tejero. Pura justicia poética: desde el 78 somos democracia y cemento. Yo mientras tanto a lo mío, bajando por el Paseo del Prado, distraído, pensando en tal o en cual, recreándome en la celulitis de las gordas de Rubens. La verdad es que Madrid, comparada con Sevilla o Barcelona, parece un cúmulo de medianías mal juntadas, con aires de grandeza pero de presupuesto torpe».

«Adivinando ya las torres de Colón, me paré quieto. En ese mismo punto, pero de madrugada; el sol naranja empezando a despuntar, caminando junto a la chica que me volvía loco por entonces, la Biblioteca Nacional como un monstruo magnífico enjaulado en su valla. Los dos solos frente al edificio oxidado, también feo, con su extraño aire de buque extraterrestre. Silencio. Las obras completas de Salinas peleándose en mi boca. La bandera de España tiesa, gigantesca, y mis manos de borracho frío en los bolsillos, no sobre las suyas».

«La verdad es que amo Madrid. Es más, me flipa Madrid. Soy tan madrileño como la línea seis del metro. Como Tierno Galván o los abdominales de Cristiano. Como Paco Umbral: estaría todo el día persiguiendo señoritas y poniendo mala cara, apurando las pelas y bebiendo cafés aguados mientras me fundo, como leyenda local, en el nervio alegre de Madrid. Y cuando el cuerpo no diera pa más, al hoyo: homenaje austero y una calle en Majadahonda». Leer más artículos de Santiago Isla.

 

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