VICENTE ARAGUAS. (7 de noviembre de 2024). *Autor de «El deseo aislado. Poesía 2010-2024» (Ed. Sial/ Pigmalión) que se presenta este lunes 11 de noviembre (2024) en la Biblioteca Francisco Umbral de Majadahonda a las 19.00 horas. Amor Levantino. No, no hace falta que la desgracia se abata sobre la tierra que amas para que la sientas más a fondo. Y aun así. Porque es mucho lo que me une a esa franja costera, a lo grande, con huerta y sierra, volcada hacia el “Mare Nostrum”, un poco cálido de más últimamente. Hablaré, al paso, de algunos puntos claves en mi biografía, Sant Vicent del Raspeig, el amor que allí me esperaba, Orihuela, “sombra que siempre me asombras” (Rosalía de Castro, aplicado ahora a Miguel Hernández), Sagunto, playa y pueblo tan separados, tan resistentes al acoso romano, Castellón, capital menos conocida de lo que debiera, extendiendo su orla costera hacia Benicasim, luego después Peñíscola y el Papa Luna (“El Papa del Mar”, de Blasco Ibáñez, volveré a éste), y arriba, nido de águilas, Corella. Y Valencia. Como Sevilla en el remate del poema más andaluz de Manuel Machado: “y Sevilla”. No hace falta más para nombrar una ciudad tan llena de música como toda su provincia. Música de viento, sobre todo, que vibra y suena y resuena a tono con esa alegría expresiva y expansiva levantina, de moros y cristianos en sus algarabías, palabra tan árabe como la pólvora aireada o los riegos. Por eso, también por eso, por el color alegre levantino se hace mucho más dura la tragedia de Paiporta (como ejemplo máximo de dolor innecesario).
NO, NO VOY A HACER POLÍTICA, NI SIQUIERA COMENTARIO COSTUMBRISTA DEL DRAMA. “No rompas el silencio si no es para mejorarlo”, dijo para siempre Wittgenstein. Y me bastaron, para el denuesto, las imágenes que vi en la televisión checa, los últimos días me alcanzaron en Moravia, del desacato de la piedra y el barro. Y dolía mucho, también a mi sentimiento republicano, pero que cree en el orden constitucional. Y que, por cierto, admira que Valencia respete en su callejero al rey más liberal que tuvo España, Amadeo I, tan generoso que dejó España camino del exilio autoimpuesto ante el caos nacional, llevando en sus alforjas menos aun de lo que traía. ¡Bravo por Valencia! Y su presencia valenciana, reloj de oro a un asombrado sacristán, cicerone suyo ante la Virgen de los Desamparados, que cito en mi novela “Viaje al país de la luna, Amadeo I”.
VALENCIANO, VICENTE BLASCO IBÁÑEZ, QUIEN RECORRE EL PAISAJE HUERTANO, TAMBIÉN DE LA HUERTA SUR, LA DE PAIPORTA, en “Arroz y tartana”. “La Barraca”, “Entre naranjos” y –desde luego– en “Cuentos valencianos”. Luz exterior, luz y sombras interiores, en la pluma de este gran novelista, luego de Cervantes, el más internacional de los nuestros, gracias a Hollywood, “Los cuatro jinetes del Apolicapsis” y “Sangre y arena”. ¡Ah, el gran Valentino! Otro mediterráneo, aunque de la Apulia italiana. Y esa luz la capta, ¡y cómo!, el inmenso Joaquín Sorolla, amigo de Blasco, el primero de nuestros impresionistas. Como Vicente Blasco Ibáñez fue quien mejor siguió a Zola de entre los nuestros. Y nuestros son los levantinos, a quienes tanto amo, por grandes y generosos y cálidos en forma y concepto. Y de niño no lo captaba bien.
TARDÉ EN COMPRENDER QUE MI NOMBRE LO DEBO A UN TURRONERO VALENCIANO, de los que montaban su negocio, tan efímero como las Navidades, en Ferrol. Y ese turronero fue el padrino de mi abuelo Vicente, de donde salta mi nombre. Tan valenciano como San Vicente Ferrer, el dominico célebre en toda la iglesia católica europea, por sus milagros tan tiernos, tan ingenuamente espectaculares. Como grande ha de ser la recuperación del daño terrible causado a Valencia estos días. Los niños de entonces recordamos bien la subida del cauce del Turia en 1957. Y el impacto nacional. Como ahora. Y a la desidia, que parece la hubo, también el domingo pasado, no frenando de raíz a los que pescan a río revuelto, “diguem no”, digamos no, como cantaba el cantautor de Xátiva, Raimon, otro levantino grande, grande. Mucho ánimo; “Germans”.